"Las tres concupiscencias (cfr. 1 Jn 2,16) son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas” (San Josemaría Escrivá, Carta 14-II-1974, n. 10). (...) Y vemos, sin pesimismos ni apocamientos, que (...) estas fuerzas han alcanzado un desarrollo sin precedentes y una agresividad monstruosa, hasta el punto de que “toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales” (A. del Portillo, Carta 25-XII-1985, n. 4). Ante esta situación no es lícito quedarse inmóviles. Nos apremia el amor de Cristo..., nos dice San Pablo en la Segunda lectura de la Misa(2 Cor 5, 14-17). La caridad, la extrema necesidad de tantas criaturas, es lo que nos urge a una incansable labor apostólica en todos los ambientes, cada uno en el suyo, aunque encontremos incomprensiones y malentendidos de personas que no quieren o no pueden entender.
«Caminad (....) in nomine Domini, con alegría y seguridad en el nombre del Señor. ¡Sin pesimismos! Si surgen dificultades, más abundante llega la gracia de Dios; si aparecen más dificultades, del Cielo baja más gracia de Dios; si hay muchas dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es proporcionada a los obstáculos que el mundo y el demonio pongan a la labor apostólica. Por eso, incluso me atrevería a afirmar que conviene que haya dificultades, porque de este modo tendremos más ayuda de Dios: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)»(A. del Portillo, Carta 31-V-1987, n. 22. ).
Aprovecharemos la ocasión para purificar la intención, para estar más pendientes del Maestro, para fortalecernos en la fe. Nuestra actitud ha de ser la de perdonar siempre y permanecer serenos, pues está el Señor con cada uno de nosotros. «Cristiano, en tu nave duerme Cristo –nos recuerda San Agustín–, despiértale, que Él increpará a la tempestad y se hará la calma»(San Agustín, Sermón 361, 7). Todo es para nuestro provecho y para el bien de las almas. Por eso, basta estar en su compañía para sentirnos seguros. La inquietud, el temor y la cobardía nacen cuando se debilita nuestra oración. Él sabe bien todo lo que nos pasa. Y si es necesario, increpará a los vientos y al mar, y se hará una gran bonanza, nos inundará con su paz. Y también nosotros quedaremos maravillados, como los Apóstoles.
21.6.09
11.6.09
Dios en Preguntas; capítulo: ¿puede uno convertirse en dos minutos?, Autor: André Frossard
Sin embargo, habiendo entrado ateo en una capilla, salí de ella cristiano algunos minutos más tarde, y asistí a mi propia conversión con un asombro que dura todavía.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Mi padre habría querido verme en la calle Ulm. Fui allí a los veinte años, pero me equivoqué de vereda y, en lugar de entrar en la Escuela Normal Superior, entré al convento de las Adoratrices para buscar allí a un camarada con quien debía almorzar.
Lo que voy a contarles no es la historia de un descubrimiento intelectual. es el relato de una experiencia física, casi de una experiencia de laboratorio.
Al empujar el portón de hierro del convento, yo era ateo. El ateísmo toma muchas formas. Hay un ateísmo filosófico, el cual, incorporando a Dios a la naturaleza, se rehusa a darle una personalidad separada y resuelve todo en la inteligencia humana; nada es Dios, todo es divino; ese ateísmo termina en panteísmo bajo la forma de una ideología cualquiera. El ateísmo científico descarta la hipótesis de Dios como inapropiada para la investigación, y se aplica a explicar el mundo únicamente por las propidedes de la materia, de la cual no se preguntará de dónde proviene. Más radical todaviá, el ateísmo marxista no solamente niega a Dios, sino que le notificaría de su despido si llegara a existir; su presencia inoportuna trabaría el libre juego de la voluntad humana. Existe, asismismo, un ateísmo de los más extendidos y que conozco bien, el ateísmo idiota: era el mío. El ateo idiota no se hace preguntas. Encuentra natural estar posado sobre una bola de fuego recubierta por una delgada envoltura de barro seco, que gira sobre sí misma a una velocidad supersónica y alrededor de una especie de bomba de hidrógeno arrastrada en el giro de miles de millones de lucecitas de origen enigmático y de destino desconocido.
Yo era todavía ese ateo al pasar la puerta de la capilla, y lo era todavía en el interior de ella. La concurrencia a contraluz no me presentaba más que sombras, entre las cuales no podía distinguir a mi amigo, y una especie de sol brillaba al fondo del local: yo no sabía que se trataba del Santísimo Sacramento.
Yo no tenía ni penas de amor, ni inquietud, ni curiosidad. La religión era una vieja quimera, los cristianos una especie retrasada en el camino de la evolución: la historia se había pronunciado por nosotros, la izquierda, y el problema de Dios estaba resuelto por la negativa desde hacía dos o tres siglos por lo menos. En mi medio, la religión parecía tan superada que uno no era ya ni siquiera anticlerical, salvo en los días de elecciones.
Fue entonces cuando llegó lo inesperado. Posteriormente quisieron a toda costa hacerme reconocer que la fe me trabajaba subterráneamente, que yo estaba preparado para ello sin saberlo, que mi conversión no fue más que una toma de conciencia brusca de un estado de ánimo que me predisponía desde hacía mucho tiempo a creer.
Error: Si yo estaba dispuesto a algo, era a la ironía con respecto a la religión, y mi estado de ánimo podía resumirse en una sola palabra: indiferencia.
Todavía hoy lo veo, veo a ese muchacho de veinte años que yo era entonces, no olvidé el estupor que sintió cuando se alzó súbitamente frente a él, desde el fondo de esa mediocre capilla, un mundo, otro mundo de un esplendor imposible de soportar, de una densidad loca, y cuya luz revelaba y encubría al mismo tiempo la presencia de Dios, de ese Dios respecto al cual él habría jurado, un momento antes, que no había existido jamás más que en la imaginación de los hombres; al mismo tiempo que lo cubría una onda, una ola fulgurante de dulzura y de alegría mezcladas, de una potencia capaz de romper el corazón y de la cual jamás perdió el recuerdo, incluso en los peores momentos de una vida más de una vez atravesada por el horror y por la desgracia; no tiene otra tarea desde entonces que ensalzar esa dulzura y esa desgarradora pureza de Dios, quien le mostró, por contraste, aquel día, de qué barro estaba hecho.
. . . . . . . . . . . . . . . . .
Esa luz, que no vi. con los ojos del cuerpo, no era la que nos ilumina, o nos broncea, era una luz espiritual, es decir, una luz orientadora y como incandescencia de la verdad. Ella invirtió definitivamente para mí el orden ordinario de las cosas. Desde que la entreví, casi podría decir que para mí sólo existe Dios, y que lo demás no es más que hipótesis.
Frecuentemente me dijeron: “¿Y su libre albedrío? Decididamente hacen de usted todo lo que quieren. Su padre es socialista, usted es socialista. Entra en una capilla, y helo ahí cristiano. Si hubiera entrado en una pagoda, sería budista; si lo hubiera hecho en una mezquita, sería musulmán”. A lo cual, a veces, me permito responder que me sucede salir de una estación sin ser un tren.
En cuanto a mi libre albedrío, no dispuse de él verdaderamente más que después de mi conversión, cuando comprendí que únicamente Dios podía salvarme de todas las dependencias a las cuales, sin él, estaríamos inexorablemente encadenados.
Insisto: Esa fue una experiencia objetiva, casi del orden de la física, y no tengo nada más precioso para trasmitirles que eso: más allá, o más exactamente a través del mundo que nos rodea y nos integra, hay otra realidad, infinitamente más concreta que aquella a la que dimos generalmente crédito, y que es la última realidad, frente la cual no hay más preguntas.
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Mi padre habría querido verme en la calle Ulm. Fui allí a los veinte años, pero me equivoqué de vereda y, en lugar de entrar en la Escuela Normal Superior, entré al convento de las Adoratrices para buscar allí a un camarada con quien debía almorzar.
Lo que voy a contarles no es la historia de un descubrimiento intelectual. es el relato de una experiencia física, casi de una experiencia de laboratorio.
Al empujar el portón de hierro del convento, yo era ateo. El ateísmo toma muchas formas. Hay un ateísmo filosófico, el cual, incorporando a Dios a la naturaleza, se rehusa a darle una personalidad separada y resuelve todo en la inteligencia humana; nada es Dios, todo es divino; ese ateísmo termina en panteísmo bajo la forma de una ideología cualquiera. El ateísmo científico descarta la hipótesis de Dios como inapropiada para la investigación, y se aplica a explicar el mundo únicamente por las propidedes de la materia, de la cual no se preguntará de dónde proviene. Más radical todaviá, el ateísmo marxista no solamente niega a Dios, sino que le notificaría de su despido si llegara a existir; su presencia inoportuna trabaría el libre juego de la voluntad humana. Existe, asismismo, un ateísmo de los más extendidos y que conozco bien, el ateísmo idiota: era el mío. El ateo idiota no se hace preguntas. Encuentra natural estar posado sobre una bola de fuego recubierta por una delgada envoltura de barro seco, que gira sobre sí misma a una velocidad supersónica y alrededor de una especie de bomba de hidrógeno arrastrada en el giro de miles de millones de lucecitas de origen enigmático y de destino desconocido.
Yo era todavía ese ateo al pasar la puerta de la capilla, y lo era todavía en el interior de ella. La concurrencia a contraluz no me presentaba más que sombras, entre las cuales no podía distinguir a mi amigo, y una especie de sol brillaba al fondo del local: yo no sabía que se trataba del Santísimo Sacramento.
Yo no tenía ni penas de amor, ni inquietud, ni curiosidad. La religión era una vieja quimera, los cristianos una especie retrasada en el camino de la evolución: la historia se había pronunciado por nosotros, la izquierda, y el problema de Dios estaba resuelto por la negativa desde hacía dos o tres siglos por lo menos. En mi medio, la religión parecía tan superada que uno no era ya ni siquiera anticlerical, salvo en los días de elecciones.
Fue entonces cuando llegó lo inesperado. Posteriormente quisieron a toda costa hacerme reconocer que la fe me trabajaba subterráneamente, que yo estaba preparado para ello sin saberlo, que mi conversión no fue más que una toma de conciencia brusca de un estado de ánimo que me predisponía desde hacía mucho tiempo a creer.
Error: Si yo estaba dispuesto a algo, era a la ironía con respecto a la religión, y mi estado de ánimo podía resumirse en una sola palabra: indiferencia.
Todavía hoy lo veo, veo a ese muchacho de veinte años que yo era entonces, no olvidé el estupor que sintió cuando se alzó súbitamente frente a él, desde el fondo de esa mediocre capilla, un mundo, otro mundo de un esplendor imposible de soportar, de una densidad loca, y cuya luz revelaba y encubría al mismo tiempo la presencia de Dios, de ese Dios respecto al cual él habría jurado, un momento antes, que no había existido jamás más que en la imaginación de los hombres; al mismo tiempo que lo cubría una onda, una ola fulgurante de dulzura y de alegría mezcladas, de una potencia capaz de romper el corazón y de la cual jamás perdió el recuerdo, incluso en los peores momentos de una vida más de una vez atravesada por el horror y por la desgracia; no tiene otra tarea desde entonces que ensalzar esa dulzura y esa desgarradora pureza de Dios, quien le mostró, por contraste, aquel día, de qué barro estaba hecho.
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Esa luz, que no vi. con los ojos del cuerpo, no era la que nos ilumina, o nos broncea, era una luz espiritual, es decir, una luz orientadora y como incandescencia de la verdad. Ella invirtió definitivamente para mí el orden ordinario de las cosas. Desde que la entreví, casi podría decir que para mí sólo existe Dios, y que lo demás no es más que hipótesis.
Frecuentemente me dijeron: “¿Y su libre albedrío? Decididamente hacen de usted todo lo que quieren. Su padre es socialista, usted es socialista. Entra en una capilla, y helo ahí cristiano. Si hubiera entrado en una pagoda, sería budista; si lo hubiera hecho en una mezquita, sería musulmán”. A lo cual, a veces, me permito responder que me sucede salir de una estación sin ser un tren.
En cuanto a mi libre albedrío, no dispuse de él verdaderamente más que después de mi conversión, cuando comprendí que únicamente Dios podía salvarme de todas las dependencias a las cuales, sin él, estaríamos inexorablemente encadenados.
Insisto: Esa fue una experiencia objetiva, casi del orden de la física, y no tengo nada más precioso para trasmitirles que eso: más allá, o más exactamente a través del mundo que nos rodea y nos integra, hay otra realidad, infinitamente más concreta que aquella a la que dimos generalmente crédito, y que es la última realidad, frente la cual no hay más preguntas.
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