18.6.15

Hablar con Dios, Tomo 3, N° 93, Autor: Francisco Fernández Carvajal

Es de particular importancia ponernos en presencia de Aquel con quien deseamos hablar. Con frecuencia, el resto de la oración puede depender de estos primeros minutos en los que ponemos empeño en estar cerca de Quien sabemos nos ama y espera nuestra súplica, un acto de amor, que consideremos junto a Él un asunto que nos preocupa..., o sencillamente que permanezcamos en su presencia mirándole y sabiendo que nos mira. Si cuidamos con esmero, con amor, estos primeros momentos, si nos situamos de verdad delante de Cristo, una buena parte de la aridez y de las dificultades para hablar con Él desaparecen..., porque eran simplemente disipación, falta de recogimiento interior.
Para ponernos en presencia de Dios al comenzar la oración mental, debemos hacernos algunas consideraciones, que nos ayuden a alejar de nuestra mente otras preocupaciones. Le podemos decir a Jesús: «Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, para escucharme. Está en el Tabernáculo, realmente presente bajo las especies sacramentales, con su Cuerpo, su Sangre, Alma y Divinidad; y está presente en nuestra alma por la gracia, siendo el motor de nuestros pensamientos, afectos, deseos y obras sobrenaturales (...): ¡que me ves, que me oyes!
»Enseguida –nos sigue diciendo San Josemaría Escrivá–, el saludo, como se acostumbra a hacer cuando conversamos con una persona en la tierra. A Dios se le saluda adorándole: ¡te adoro con profunda reverencia! Y si a esa persona la hemos ofendido alguna vez, si la hemos tratado mal, le pedimos perdón. Pues, a Dios Nuestro Señor, lo mismo: te pido perdón de mis pecados, y gracia para hacer bien, con fruto, este rato de conversación contigo. Y ya estamos haciendo oración, ya nos encontramos en la intimidad de Dios.
»Pero, además, ¿qué haríamos si esa persona principal, con la que queremos charlar, tiene madre, y una madre que nos ama? ¡Iríamos a buscar su recomendación, una palabra suya en favor nuestro! Pues a la Madre de Dios, que es también Madre nuestra y nos quiere tanto, hemos de invocarla: ¡Madre mía Inmaculada! Y acudir a San José, el padre nutricio de Jesús, que también puede mucho en la presencia de Dios: ¡San José, mi Padre y Señor! Y al Ángel de la Guarda, ese príncipe del Cielo que nos ayuda y nos protege... ¡Interceded por mí!
»Una vez hecha la oración preparatoria, con esas presentaciones que son de rigor entre personas bien educadas en la tierra, ya podemos hablar con Dios. ¿De qué? De nuestras alegrías y nuestras penas, de nuestros trabajos, de nuestros deseos y nuestros entusiasmos... ¡De todo!
»También podemos decirle, sencillamente: Señor, aquí estoy hecho un bobo, sin saber qué contarte... Querría hablar contigo, hacer oración, meterme en la intimidad de tu Hijo Jesús. Sé que estoy junto a Ti, y no sé decirte dos palabras. Si estuviera con mi madre, con aquella persona querida, les hablaría de esto y de lo otro; contigo no se me ocurre nada.
»¡Esto es oración (...)! Permaneced delante del Sagrario, como un perrito a los pies de su amo, durante todo el tiempo fijado de antemano. ¡Señor, aquí estoy! ¡Me cuesta! Me marcharía por ahí, pero aquí sigo, por amor, porque sé que me estás viendo, que me estás escuchando, que me estás sonriendo» (San Josemaría Escrivá, Registro Histórico del Fundador, 20165, p. 1410).
Y junto a Él, incluso cuando no sabemos muy bien qué decirle, nos llenamos de paz, recuperamos las fuerzas para sacar adelante nuestros deberes, y la cruz se torna liviana porque ya no es solo nuestra: Cristo nos ayuda a llevarla.