Cuando la
petición se dirige a un hombre, se debe primero expresar el deseo y la
necesidad por la que ruega. Tiene por objeto también doblegar el corazón al que
se pide, hasta hacerlo ceder. Más, estas dos cosas no tienen razón de ser
cuando la oración se dirige a Dios. Cuando oramos no tenemos que inquietarnos
por expresar a Dios nuestros deseos o nuestras necesidades, ya que Dios lo sabe
todo (Mt 6,8)... No obstante, la oración nos es necesaria para obtener la
gracia de Dios; El caso es que ejerce una influencia sobre el que ruega, con el
fin de que considere sus propias pobrezas e incline su alma a desear con fervor
y espíritu filial lo que espera obtener por la oración. Se hace, por esto,
capaz de recibirlo...
La oración nos hace cercanos a Dios
ya que nuestras almas se elevan hacia él, conversan afectuosamente con él y lo
adoran en espíritu y en verdad (Jn 4,23) Esta intimidad adquirida en la oración
incita al hombre a la oración confiada. Por esto está escrito en los salmos:
“Yo te invoco, oh Dios, porque tú me respondes.” (Sal 16,6) El salmista es
acogido por Dios al inicio de la oración, luego ora con una confianza mayor.
Así que en nuestra oración a Dios, la frecuencia o la insistencia no están fuera
de lugar, antes bien son agradables a Dios; porque hay “necesidad de orar
siempre sin desanimarse.” (Lc 18,1) y en otro lugar, el Señor nos invita “pedid
y recibiréis; buscad y encontraréis, llamad, y os abrirán.” (Lc 11,9)