Habiendo recibido a Nuestro Señor en la Eucaristía, teniéndolo presente en nuestro cuerpo, no vayamos a dejarlo completamente solo, para ocuparnos de otra cosa, sin hacerle más caso...: que él sea nuestra única ocupación. Dirijámonos a él con una oración ferviente; entretengámonos con él con entusiastas meditaciones.
Digamos con el profeta: «Escucharé las palabras que el Señor me dice en lo más íntimo de mi corazón» (Sal. 84,9). Ya que, si... le prestamos toda nuestra atención, no dejará de pronunciar en nuestro interior, bajo forma de inspiraciones, tal o cual palabra destinada a aportarnos un gran consuelo espiritual y de provecho para nuestra alma.
Seamos pues a la vez Marta y María. Con Marta, procuremos
que toda nuestra actividad exterior sea en beneficio de Él, consiste en hacerle
buen recibimiento, a Él primero, y también por amor a Él, a todos los que le
acompañan, es decir, a los pobres de los que Él mismo tiene a cada uno, no sólo
por su discípulo, sino por sí mismo: «Lo que hacéis al más pequeño de mis
hermanos, a mí mismo me lo hacéis» (Mt 25,40)... Esforcémonos en retener a
nuestro huésped. Digámosle con los dos discípulos de Emaús: «Quédate con
nosotros, Señor» (Lc 24,29). Y entonces, estemos seguros, de que no se alejará
de nosotros, a menos que nosotros mismos le alejemos por nuestra ingratitud.