“¡Es el Señor!”
En las manos de
Dios todas las criaturas son vivas; es cierto que los sentidos no perciben más
que la acción de la criatura, pero la fe cree en la acción divina sobre todo.
Ve que Jesucristo vive en todo y opera a lo largo de todos los siglos, que el
más mínimo instante y el más pequeño de los átomos encierran una porción de
esta vida escondida y de esta acción misteriosa. La acción de las criaturas es
un velo que encubre los profundos misterios de la acción divina.
Después de su
Resurrección, Jesucristo, en sus apariciones, sorprendía a sus discípulos, se presentaba
a ellos bajo figuras que le disfrazaban, y tan pronto como se daba a conocer,
desaparecía. Este mismo Jesús que está siempre viviente y operante, todavía
sorprende a las almas que no tiene la fe suficientemente pura ni profunda. No
hay ningún momento en el que Dios no se presente debajo de alguna pena, de
alguna obligación o de algún deber. Todo lo que se realiza en nosotros,
alrededor de nosotros y a través de nosotros, encierra y esconde su acción
divina que, aunque invisible, hace que siempre nos veamos sorprendidos y que no
conozcamos su operación más que cuando ella ya no subsiste.
Si perforáramos
el velo y si estuviéramos vigilantes y atentos, Dios se nos revelaría sin cesar
y gozaríamos de su acción en todo lo que nos acontece. Frente a cada
acontecimiento diríamos: “¡Es el Señor!”. Y en todas las circunstancias
encontraríamos que recibimos un don de Dios, que las criaturas no son más que
débiles instrumentos, que nada nos faltaría, y que el constante cuidado de Dios
hacia nosotros le lleva a darnos lo que nos conviene.