Dios no creó al hombre para que se pierda sino para que viva eternamente, designio que permanece inmutable. Cuando ve brillar en nosotros el más pequeño destello de buena voluntad, o que él mismo lo hace surgir de la dura piedra de nuestro corazón, en su bondad, lo cuidará atentamente. Lo estimula, lo fortifica con su inspiración, “porque Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).
“El Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni
uno solo de estos pequeños” (Mt 18,14). (…) Dios es veraz, no miente cuando
asegura “Juro por mi vida –oráculo del Señor– que yo no deseo la muerte del
malvado, sino que se convierta de su mala conducta y viva” (Ez 33,11). Su deseo
es que no se pierda un solo pequeño y sería un enorme sacrilegio que pensemos,
al contrario, que él no quiere la salvación de todos sino sólo de algunos. Si
alguien se pierde, sería lo opuesto de lo que Dios quiere. Cada día exclama
“¡Conviértanse, conviértanse de su conducta perversa! ¿Por qué quieren morir,
casa de Israel?” (Ez 33,11). De nuevo clama “¡Cuántas veces quise reunir a tus
hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste!”
(Mt 23,37) y no cesa de clamar “¿Por qué ha defeccionado este pueblo y
Jerusalén es una apostasía sin fin? Ellos se aferran a sus ilusiones, se niegan
a volver. Endurecieron su rostro más que una roca, no quisieron convertirse”
(cf. Jer 8,5. 5,3).
La gracia de Cristo está siempre a nuestra disposición.
Como “él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1
Tim 2,4), los llama a todos, sin excepción “Vengan a mí todos los que están
afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28)