He ahí por qué los
primeros cristianos se definían a sí mismo como alma del mundo, luz, sal y
levadura de la historia. Y esa historia les dio la razón: cada vez que los
hombres reintentaron construirla sin Dios, terminaron dirigiéndola en contra del
hombre.
Un cristiano se
traiciona a sí mismo, comete injusticia para con los demás y defrauda a Dios
cuando deja vacíos los espacios públicos y privados en que se deciden los
destinos de la humanidad. La indolencia política y social de los cristianos los
hace cómplices de los ocho espíritus devastadores de la ciudad de los hombres.