Apenas nace a la vida temporal, el sacerdote lo purifica y renueva
en la fuente del agua lustral, infundiéndole una vida más noble y preciosa, la
vida sobrenatural, y lo hace hijo de Dios y de la Iglesia; para darle fuerzas
con que pelear valerosamente en las luchas espirituales,
un sacerdote revestido de especial dignidad lo hace soldado de
Cristo en el sacramento de la confirmación;
apenas es capaz de discernir y apreciar el Pan de los Ángeles, el
sacerdote se lo da, como alimento vivo y vivificante bajado del cielo;
caído, el sacerdote lo levanta en nombre de Dios y lo reconforta
por medio del sacramento de la penitencia;
si Dios lo llama a formar una familia y a colaborar con El en la
transmisión de la vida humana en el mundo, para aumentar primero el número de
los fieles sobre la tierra y después el de los elegidos en el cielo, allí está
el sacerdote para bendecir sus bodas y su casto amor;
y cuando el cristiano, llegado a los umbrales de la eternidad,
necesita fuerza y ánimos antes de presentarse en el tribunal del divino Juez,
el sacerdote se inclina sobre los miembros doloridos del enfermo, y de nuevo le
perdona y le fortalece con el sagrado crisma de la extremaunción;
por fin, después de haber acompañado así al cristiano durante su
peregrinación por la tierra hasta las puertas del cielo, el sacerdote acompaña
su cuerpo a la sepultura con los ritos y oraciones de la esperanza inmortal, y
sigue al alma hasta más allá de las puertas de la eternidad, para ayudarla con
cristianos sufragios, por si necesitara aún de purificación y refrigerio.
Así, desde la cuna hasta el sepulcro, más aún, hasta el cielo, el
sacerdote está al lado de los fieles, como guía, aliento, ministro de
salvación, distribuidor de gracias y bendiciones.