La Iglesia ha venerado
siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no
dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto
de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada
Liturgia. Siempre las ha considerado y considera, juntamente con la Sagrada
Tradición, como la regla suprema de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y
escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo
Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas
y de los Apóstoles.
Es necesario, por consiguiente, que
toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de
la Sagrada Escritura, y se rija por ella. Porque en los sagrados libros el
Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos;
y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad,
apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del
alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual. Muy a propósito se aplican a
la Sagrada Escritura estas palabras: "Pues la palabra de Dios es viva y
eficaz", "que puede edificar y dar la herencia a todos los que han
sido santificados".