Los laicos a quienes su vocación específica coloca en medio del mundo y al frente de las tareas materiales más variadas, deben ejercer, en virtud de esta vocación, una forma singular de evangelización. Su tarea primera e inmediata no es la institución y el desarrollo de la comunidad eclesial, —esto es el papel específico de los pastores--, sino la puesta en marcha de todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero ya presentes y activas en las cosas del mundo. El campo propio de su actividad evangelizadora es el vasto mundo complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y del arte, de las relaciones internacionales, de los medios de comunicación, así como ciertas realidades abiertas a la evangelización como el amor, la familia, la educación de los niños y adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento.
Cuanto más laicos estén impregnados del espíritu
evangélico, responsables de estas realidades y comprometidos claramente en
ellos, competentes para promoverlos y conscientes que hace falta desarrollar su
plena capacidad cristiana a menudo sofocada y arrinconada, tanto más estas
realidades serán caminos al servicio de la edificación del reino de Dios y, por
lo tanto, de la salvación en Jesucristo, sin perder o sacrificar nada de su
potencial humano sino manifestando la dimensión trascendente a menudo
desconocida.
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