26.4.09
Simón Pedro, Capítulo 5; Autor: George Chevrot
El que cree ser su propio maestro, de hecho obedece a sus pasiones. El que sacude el yugo de la autoridad divina apoya su rebeldía en la autoridad de una palabra humana. El que se rebela contra sus jefes providenciales se entrega a agitadores; tiembla ante el qué dirán y aúlla con los lobos. El que protesta muy alto contra la tutela de la religión, se sujeta, sin saberlo, a otros maestros indignos de un alma libre. Su maestro es la opinión, un libro, un camarada, intereses de clase, el más tirano de todos, su propio apetito siempre insaciable.
19.4.09
Simón Pedro, Capítulo 5; Autor: George Chevrot
Horas después de caminar Simón Pedro sobre las aguas hallamos al Señor en la sinagoga de Cafarnaum. Las enseñanzas que allí predicó son una de las páginas más impresionantes del cuarto Evangelio. Jesús saca las lecciones del milagro de la víspera: Aquel que multiplicó los panes es Él mismo, el nuevo maná que Dios les envía. Pan vivo bajado del Cielo para dar vida al mundo será el alimento de nuestras almas.
Pues bien: cuanto más arrebatada fue la muchedumbre por el prodigio de la multiplicación de los panes, tanto más rezonga contra las inauditas afirmaciones del Salvador. Su sermón está cortado por interrupciones, murmullos y protestas. A la mayor parte escapa el alcance espiritual de sus palabras, y al fin se rebelan contra la idea –la única que retienen- de que Jesús pretende que coman los trozos de su carne. ¡Duras son estas palabras! ¿Quién podrá oírlas? “Desde entonces –escribe San Juan- se retiraron, y ya no le seguían…”
Debió de ser un momento dramático, pues no se trata de algunas deserciones aisladas, sino de una deserción en masa: Multi discipulorum eius abierant. Gran parte de sus discípulos, sin odio ni amenazas, solo bajo la impresión de una decepción insuperable se niegan a creer en Él.
Sus palabras son demasiado duras.
Fijaos bien en la condición de los que le abandonan: No son oyentes ocasionales que se marchan moviendo la cabeza o encogiéndose de hombros, sino discípulos. Esos hombres habían creído en Jesús, habían sentido el ascendiente de su doctrina y persona. En adelante el encanto queda roto… Ellos realizaron sacrificios para ir en su seguimiento: sus renunciamientos para nada han servido. Pierden cuanto habían ganado y todo lo que hubieran podido gana aún. Se habían comprometido con Él, alistándose entre sus partidarios: habían incurrido en la críticas de los demás. Ahora pasan a las filas contrarias y engrosan el número de sus detractores y enemigos.
Mientras se retiran los grupos de disidentes, las miradas de los Apóstoles se clavan en Jesús, ¿No va el maestro a retener a todos esos descontentos? ¿No intentará nada el Salvador para impedirles que abandonen el camino de salvación? ¿No es ya el Buen Pastor que deja momentáneamente el rebaño y corre en busca de la oveja perdida hasta que la encuentra? Aquel día el rebaño se desune y dispersa frente a un pastor impasible… Jesús les deja partir. ¡Qué extraño conductor de masas que no busca popularidad!
Reconozcamos aquí la perfecta lealtad de Nuestro señor. No compromete a nadie por sorpresa; nadie le sigue sino en entero conocimiento. No disimula las dificultades del “camino estrecho" por donde nos lleva. Jesús solo quiere a los que le quieren. Por cierto que su yugo es suave y su carga ligera, pero no promete un yugo que no obligue ni una carga que no pese. Esos se harán dulces y ligeros para aquellos que los acepten libremente por su amor. En cuanto aquellos que vengan a Él por fuerza y que le siguen rezongando no encontrarán en el cristianismo alegría ni facilidad, sino únicamente una carga y un yugo.
Por eso Jesús deja marchar a los discípulos a los que han desagradado sus palabras. Hay que reconocerle y aceptarle como es. Hay que recibirle con todas sus exigencias. Tenemos que darle el primer lugar que exige en nuestros afectos o, en caso contrario, hay que alejarse.
Más aún. No solamente el Salvador no usa de habilidad para conservar el grupo de sus discípulos, sino que en seguida se vuelve hacia los que no claudicaron. Interpela especialmente a los Doce: “¿Queréis iros también vosotros?” Los que han permanecido junto a Él, ¿lo hacen de buen grado o por temor a disgustarle? Jesús les devuelve la libertad: “No sigáis siendo mis discípulos mientras sintáis en vuestro interior pesar o duda”.
Jesús solo quiere discípulos voluntarios convencidos, decididos. Inmediatamente después les dirá: “¿No os he elegido Yo a los Doce?” Los escogió después de una noche de oración, habiendo sopesado el valor, disposiciones, aptitudes de cada uno de ellos. Los eligió, pero Él está dispuesto a verlos alejarse de sí.
El maestro, que nos escogió antes de conocerle nosotros, quiere que libremente le escojamos por nuestra parte. Escoged, nos dice, entre la masa y Yo, entre vuestros instintos o mi Evangelio, entre el amor propio y la caridad, entre el egoísmo o la justicia, entre, el camino ancho de los deseos o el estrecho de los deberes.
“…¿Queréis iros vosotros también?” Simón Pedro respondió en nombre de los Doce: “Señor, ¿a quién iríamos? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!”
Pues bien: cuanto más arrebatada fue la muchedumbre por el prodigio de la multiplicación de los panes, tanto más rezonga contra las inauditas afirmaciones del Salvador. Su sermón está cortado por interrupciones, murmullos y protestas. A la mayor parte escapa el alcance espiritual de sus palabras, y al fin se rebelan contra la idea –la única que retienen- de que Jesús pretende que coman los trozos de su carne. ¡Duras son estas palabras! ¿Quién podrá oírlas? “Desde entonces –escribe San Juan- se retiraron, y ya no le seguían…”
Debió de ser un momento dramático, pues no se trata de algunas deserciones aisladas, sino de una deserción en masa: Multi discipulorum eius abierant. Gran parte de sus discípulos, sin odio ni amenazas, solo bajo la impresión de una decepción insuperable se niegan a creer en Él.
Sus palabras son demasiado duras.
Fijaos bien en la condición de los que le abandonan: No son oyentes ocasionales que se marchan moviendo la cabeza o encogiéndose de hombros, sino discípulos. Esos hombres habían creído en Jesús, habían sentido el ascendiente de su doctrina y persona. En adelante el encanto queda roto… Ellos realizaron sacrificios para ir en su seguimiento: sus renunciamientos para nada han servido. Pierden cuanto habían ganado y todo lo que hubieran podido gana aún. Se habían comprometido con Él, alistándose entre sus partidarios: habían incurrido en la críticas de los demás. Ahora pasan a las filas contrarias y engrosan el número de sus detractores y enemigos.
Mientras se retiran los grupos de disidentes, las miradas de los Apóstoles se clavan en Jesús, ¿No va el maestro a retener a todos esos descontentos? ¿No intentará nada el Salvador para impedirles que abandonen el camino de salvación? ¿No es ya el Buen Pastor que deja momentáneamente el rebaño y corre en busca de la oveja perdida hasta que la encuentra? Aquel día el rebaño se desune y dispersa frente a un pastor impasible… Jesús les deja partir. ¡Qué extraño conductor de masas que no busca popularidad!
Reconozcamos aquí la perfecta lealtad de Nuestro señor. No compromete a nadie por sorpresa; nadie le sigue sino en entero conocimiento. No disimula las dificultades del “camino estrecho" por donde nos lleva. Jesús solo quiere a los que le quieren. Por cierto que su yugo es suave y su carga ligera, pero no promete un yugo que no obligue ni una carga que no pese. Esos se harán dulces y ligeros para aquellos que los acepten libremente por su amor. En cuanto aquellos que vengan a Él por fuerza y que le siguen rezongando no encontrarán en el cristianismo alegría ni facilidad, sino únicamente una carga y un yugo.
Por eso Jesús deja marchar a los discípulos a los que han desagradado sus palabras. Hay que reconocerle y aceptarle como es. Hay que recibirle con todas sus exigencias. Tenemos que darle el primer lugar que exige en nuestros afectos o, en caso contrario, hay que alejarse.
Más aún. No solamente el Salvador no usa de habilidad para conservar el grupo de sus discípulos, sino que en seguida se vuelve hacia los que no claudicaron. Interpela especialmente a los Doce: “¿Queréis iros también vosotros?” Los que han permanecido junto a Él, ¿lo hacen de buen grado o por temor a disgustarle? Jesús les devuelve la libertad: “No sigáis siendo mis discípulos mientras sintáis en vuestro interior pesar o duda”.
Jesús solo quiere discípulos voluntarios convencidos, decididos. Inmediatamente después les dirá: “¿No os he elegido Yo a los Doce?” Los escogió después de una noche de oración, habiendo sopesado el valor, disposiciones, aptitudes de cada uno de ellos. Los eligió, pero Él está dispuesto a verlos alejarse de sí.
El maestro, que nos escogió antes de conocerle nosotros, quiere que libremente le escojamos por nuestra parte. Escoged, nos dice, entre la masa y Yo, entre vuestros instintos o mi Evangelio, entre el amor propio y la caridad, entre el egoísmo o la justicia, entre, el camino ancho de los deseos o el estrecho de los deberes.
“…¿Queréis iros vosotros también?” Simón Pedro respondió en nombre de los Doce: “Señor, ¿a quién iríamos? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!”
12.4.09
Simón Pedro, Capítulo 3; Autor: George Chevrot
Consentir que entre las personas mezcladas en nuestra vida, a nuestro alcance, en nuestra familia tal vez, haya almas que sean extrañas al Evangelio, es propiamente imposible para un cristiano que es consciente de su unión con Cristo. Decirse que conseguirá tranquilamente la salvación, mientras que junto a él hay almas que se extravían y se pierden, es un dolor insoportable para un cristiano que ame a Jesucristo.
El mandato de la parábola nos acusa sin descanso: "Sal aprisa a las plazas y calles de la ciudad, y a los pobres, tullidos, ciegos y cojos tráelos aquí..., oblígalos a entrar, para que se llene mi casa".
El mandato de la parábola nos acusa sin descanso: "Sal aprisa a las plazas y calles de la ciudad, y a los pobres, tullidos, ciegos y cojos tráelos aquí..., oblígalos a entrar, para que se llene mi casa".
Simón Pedro, Capítulo 3; Autor: George Chevrot
Pescar hombres no quiere decir acapararlos para sí o imponerse a ellos, sino apartarlos del error o del pecado para llevarlos a Dios. No confundamos el apostolado con un proselitismo personal. La necesidad de proselitismo es innata en cada uno de nosotros: no nos basta con admirar, queremos que compartan nuestra admiración. ¿qué alegría supone para un hombre ganar adeptos a sus doctrinas, incorporar a un nuevo partidario a su causa! . . . De todas las victorias que el hombre puede ganar, de esa es de la que está más orgulloso: conseguir que otro adopte una opinión que él estima verdadera.
Pues bien: eso no es el apostolado cristiano. La ambición del apóstol es muy diferente y mucho más sublima; no persigue un triunfo personal, sino el triunfo de Cristo. No es nuestro punto de vista lo que deseamos comunicar a nuestros hermanos, sino una fe que "sabemos" verdadera porque es palabra de Dios.
"Serás pescador de hombres", es decir, en plena vida, en el pleno ejercicio de su libertad, con el fin de que puedan llevar una vida más sublime y fecunda. No se trata de plegarlos a nuestra manera de ver, sino de presentarles la verdad hasta que se adhieran a ella espontáneamente, con convicción y alegría. . .
No expongamos a los que pusieron en nosotros su confianza a la inmensa decepción de no encontrar al fin de sus investigaciones sino una sabiduría humana limitada, una virtud humana con sus debilidades, cuando esperaban hallar la verdad y la santidad. "Pescaremos" hombres únicamente para dárselos a Jesús. He aquí el apostolado.
Pues bien: eso no es el apostolado cristiano. La ambición del apóstol es muy diferente y mucho más sublima; no persigue un triunfo personal, sino el triunfo de Cristo. No es nuestro punto de vista lo que deseamos comunicar a nuestros hermanos, sino una fe que "sabemos" verdadera porque es palabra de Dios.
"Serás pescador de hombres", es decir, en plena vida, en el pleno ejercicio de su libertad, con el fin de que puedan llevar una vida más sublime y fecunda. No se trata de plegarlos a nuestra manera de ver, sino de presentarles la verdad hasta que se adhieran a ella espontáneamente, con convicción y alegría. . .
No expongamos a los que pusieron en nosotros su confianza a la inmensa decepción de no encontrar al fin de sus investigaciones sino una sabiduría humana limitada, una virtud humana con sus debilidades, cuando esperaban hallar la verdad y la santidad. "Pescaremos" hombres únicamente para dárselos a Jesús. He aquí el apostolado.
8.4.09
Simón Pedro, Capítulo 2; Autor: George Chevrot
Copiemos el ejemplo de la actividad de la Iglesia: Siempre está empezando de nuevo. Se le confiscan sus bienes, le clausuran los edificios y reedifica otros. Siempre está ocupada en construir: templos escuelas, centros de caridad. Sus instituciones y obras que participan en la evolución de la sociedad, ¿se han vuelto anticuadas, inoperantes? No se obstina, crea otras nuevas, más adaptadas a las dificultades del día. La Iglesia, que tiene las promesas de eternidad y cuyo dogma no cambia nunca, no cree que ha creado algo definitivo en sus obras de apostolado; constantemente perfecciona sus instrumentos de conquista con la habilidad que la caracteriza en equilibrar exactamente la parte de tradición que tiene que conservar y la de los progresos que la mejoran. Como su primer jefe, echa una y otra vez las redes siempre, porque, como él se fía de la palabra de Jesús, in verbo tuo.
6.4.09
Simón Pedro, Capítulo 1; Autor: George Chevrot
En cuanto un hombre se consagra totalmente a su obra, esta obra le transforma y, si es buena, le mejora. Pero cuando no ya el hombre, sino el cristiano, se entrega sin reserva a su vocación de cristiano, esta no tarda en santificarle. Simón se eclipsa ante Pedro, sí como Juan Bautista encontraba su felicidad en menguar para que Jesús creciese, y San Pablo se gozaba de no ser ya dueño de su vida, toda vez que Cristo vivía en él.
4.4.09
Simón Pedro, Capítulo 19; Autor: George Chevrot
A veces somos impacientes al comprobar la lentitud de los progresos del reino de Dios en la tierra y algunos, con enorme injusticia, echan la culpa a la Providencia. Contemos más bien al insignificante número de cristianos que siguen a Jesús de cerca frente a la inmensa mayoría de los bautizados. Entre estos últimos, ¿cuántos hay que han apostado a poco menos? Por encima de ellos están los que creen sernos agradables declarando que no son hostiles a la religión. Tampoco Pilatos tuvo ninguna animadversión contra Jesús. Añadid a estos todas las categorías de buenas gentes que no son, por cierto, gentes muy buenas, de que temen comprometerse, los que disimulan sus convicciones en los medios ambientes donde Cristo resulta sospechoso, discutido, molesto: católicos para quienes la religión es una etiqueta mundana, la faja de garantía colocada sobre sus privilegios sociales; discípulos intermitentes que apelan a Cristo el domingo por la mañana y que todo el resto de la semana “no conocen a ese hombre”.
Si observamos bien que esos adherentes de nombre al Cristianismo constituyen la inmensa mayoría de los bautizados, en vez de dudar de la fecundidad del Evangelio, ¿no nos maravillaremos más del poder sobrenatural de la Iglesia, capaz de continuar su misión santificadora del mundo, a pesar del enorme peso muerto que se ve obligada a arrastrar? La humanidad sigue a Cristo con desesperante parsimonia, porque hay demasiados cristianos que solos siguen a Jesús de lejos, desde muy lejos.
Ojalá que no tengamos que dirigirnos este reproche a nosotros mismos. ¡Dichosos aquellos que pueden confesarse a sí mismos no haber vuelto la espalda a Jesucristo! Pero ¿quién le ha seguido de cerca singularmente?
Si observamos bien que esos adherentes de nombre al Cristianismo constituyen la inmensa mayoría de los bautizados, en vez de dudar de la fecundidad del Evangelio, ¿no nos maravillaremos más del poder sobrenatural de la Iglesia, capaz de continuar su misión santificadora del mundo, a pesar del enorme peso muerto que se ve obligada a arrastrar? La humanidad sigue a Cristo con desesperante parsimonia, porque hay demasiados cristianos que solos siguen a Jesús de lejos, desde muy lejos.
Ojalá que no tengamos que dirigirnos este reproche a nosotros mismos. ¡Dichosos aquellos que pueden confesarse a sí mismos no haber vuelto la espalda a Jesucristo! Pero ¿quién le ha seguido de cerca singularmente?
2.4.09
Evangelio según San Marcos 12, 28-34
Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: "¿Cuál es el primero de los mandamientos?".
Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.
El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos".
El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios".
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios". Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.
El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos".
El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios".
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios". Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
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