Maestra de apóstoles
Pero no penséis sólo en vosotros mismos: agrandad el corazón
hasta abarcar la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean
—parientes, amigos, colegas— y ved cómo podéis llevarlos a sentir más
hondamente la amistad con Nuestro Señor. Si se trata de personas rectas y
honradas, capaces de estar habitualmente más cerca de Dios, encomendadlas
concretamente a Nuestra Señora. Y pedid también por tantas almas que no
conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca.
Sed leales, generosos. Formamos parte de un solo cuerpo, del
Cuerpo Místico de Cristo, de la Iglesia santa, a la que están llamados muchos
que buscan limpiamente la verdad. Por eso tenemos obligación estricta de
manifestar a los demás la calidad, la hondura del amor de Cristo. El cristiano
no puede ser egoísta; si lo fuera, traicionaría su propia vocación. No es de
Cristo la actitud de quienes se contentan con guardar su alma en paz —falsa paz
es ésa—, despreocupándose del bien de los otros. Si hemos aceptado la auténtica
significación de la vida humana —y se nos ha revelado por la fe—, no cabe que
continuemos tranquilos, persuadidos de que nos portamos personalmente bien, si
no hacemos de forma práctica y concreta que los demás se acerquen a Dios.
Hay un obstáculo real para el apostolado: el falso respeto,
el temor a tocar temas espirituales, porque se sospecha que una conversación
así no caerá bien en determinados ambientes, porque existe el riesgo de herir
susceptibilidades. ¡Cuántas veces ese razonamiento es la máscara del egoísmo!
No se trata de herir a nadie, sino de todo lo contrario: de servir. Aunque
seamos personalmente indignos, la gracia de Dios nos convierte en instrumentos
para ser útiles a los demás, comunicándoles la buena nueva de que Dios quiere
que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
¿Y será lícito meterse de ese modo en la vida de los demás?
Es necesario. Cristo se ha metido en nuestra vida sin pedirnos permiso. Así
actuó también con los primeros discípulos: pasando por la ribera del mar de
Galilea vio a Simón y a su hermano Andrés, echando las redes en el mar, pues
eran pescadores. Y les dijo Jesús: seguidme, y haré que vengáis a ser
pescadores de hombres. Cada uno conserva la libertad, la falsa libertad, de
responder que no a Dios, como aquel joven cargado de riquezas, de quien nos
habla San Lucas. Pero el Señor y nosotros —obedeciéndole: id y enseñad- tenemos
el derecho y el deber de hablar de Dios, de este gran tema humano, porque el
deseo de Dios es lo más profundo que brota en el corazón del hombre.
Santa María, Regina apostolorum, reina de todos los que
suspiran por dar a conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de
nuestras miserias, pide perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría
haber sido fuego y ha sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal
que se volvió insípida. Madre de Dios, omnipotencia suplicante: tráenos, con el
perdón, la fuerza para vivir verdaderamente de esperanza y de amor, para poder
llevar a los demás la fe de Cristo.
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