Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana
individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el
hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida,
considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a
imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad,
sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la
propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo,
de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el
nombre de Dios en el mundo.
Esta
enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los
hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia,
realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la
sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del
Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se
cumplan los designios de Dios en la historia.
Los
cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen
al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador,
están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo
de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se
acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y
colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres
de la edificación del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino
que, al contrario, les impone como deber el hacerlo.
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