Cristo llama sin cesar nuevos discípulos, hombres y mujeres para comunicarles, gracias a la efusión del Espíritu Santo (cf Rm 5,5) el amor divino, el ágape, su manera de amar, y para exhortarlos a servir a los prójimos en el humilde don de sí mismos, lejos de todo cálculo interesado. Pedro que se extasía ante la luz de la transfiguración exclama: “¡Señor, ¡qué bien estamos aquí!” (Mt 17,4) es invitado por Jesús a volver a los caminos de la vida, para continuar en el servicio del Reino de Dios.
“¡Pedro,
baja! Tú querías descansar en la montaña; baja y proclama la Palabra, amonesta
a tiempo y a destiempo, reprocha, exhorta, anima con gran bondad y con toda
clase de doctrina. Trabaja, esfuérzate, soporta las torturas para poseer lo que
está significado en las vestiduras blancas del Señor, también en la blancura y
la belleza de tu recto obrar, inspirado por la caridad” (S. Agustín).
Aunque la
mirada del apóstol esté fija en el rostro del Señor, no disminuye en nada su
compromiso a favor de los hombres; al contrario, lo refuerza dándole una nueva
capacidad de actuar sobre la historia, para liberarla de todo aquello que la
corrompe.
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