¿Procuras tomar ya tus resoluciones de propósitos sinceros? Pídele al Señor que te ayude a mortificarte por amor suyo; a poner en todo, con naturalidad, el aroma purificador de la penitencia; a gastarte en su servicio sin espectáculo, silenciosamente, como se consume la lamparilla que parpadea junto al Tabernáculo. Y por si no se te ocurre ahora cómo responder concretamente a los requerimientos divinos que golpean en tu corazón, óyeme bien.
Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el
cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos.
Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un
motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.
La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás
y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada
cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de
oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío.
La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades
de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya
pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos
sirven, sin importunar con caprichos.
Penitencia, para los padres y, en general, para los que tienen una misión de
gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la
naturaleza del error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por
encima de subjetivismos necios y sentimentales.
El espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese bosquejo monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán
nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos
renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea
El quien añada los rasgos y colores que más le plazcan!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario