¡Qué preciosa es un alma a los ojos de Dios!
Para conocer el precio de nuestra alma, tenemos que considerar lo que Jesucristo hizo por ella. Mis hermanos, quien de nosotros podrá comprender cuanto el Buen Dios estima nuestra alma. Para hacer feliz a su criatura, ha hecho todo lo que es posible a un Dios. Para sentirse aún más llevado a amarla, la ha creado a su imagen y semejanza. Al contemplarla se contempla a sí mismo. Vemos que da a nuestra alma los nombres más tiernos y los más capaces de mostrar un amor hasta el exceso.
A nuestra alma la llama hija, hermana, bien-amada, esposa,
su única, su paloma. Pero no es suficiente: el amor se muestra mejor con las
acciones que con las palabras. Vean su prisa por venir del cielo, para tomar un
cuerpo semejante al nuestro. Esposando nuestra naturaleza, esposó todas
nuestras enfermedades, salvo el pecado. O más bien quiso encargarse de la
justicia que su Padre pedía para nosotros. Vean su anonadamiento en el misterio
de la Encarnación. (…) ¿No es ese, mis hermanos, un amor digno de un Dios que
es el amor? Mis hermanos, así nos muestra la estima que tiene por un alma. ¿Es
suficiente para hacernos comprender lo que ella vale y cuánto debemos cuidarla?
¡Ah mis hermanos! Si una vez en nuestra vida tuviéramos la
felicidad de comprender la belleza y el valor de nuestra alma, estaríamos listos
cómo Jesucristo para hacer todos los sacrificios para conservarla. ¡Qué bella
es un alma y qué preciosa a los ojos de Dios! ¿Cómo es que hacemos poco caso y
tratamos nuestra alma más duramente que a un animal?
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