Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar.
Los bienes de la tierra, repartidos entre unos
pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de
pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios,
tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y
comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa
invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor.
Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás.
…
Hay que reconocer a
Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres. Ninguna
vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna
persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema
divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad.
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