Hemos recorrido algunas páginas de los Santos Evangelios para contemplar a Jesús en su trato con los hombres, y aprender a llevar a Cristo hasta nuestros hermanos, siendo nosotros mismos Cristo. Apliquemos esa lección a nuestra vida ordinaria, a la propia vida. Porque no es la vida corriente y ordinaria, la que vivimos entre los demás conciudadanos, nuestros iguales, algo chato y sin relieve. Es, precisamente en esas circunstancias, donde el Señor quiere que se santifique la inmensa mayoría de sus hijos.
Es necesario repetir una y otra vez que Jesús no se
dirigió a un grupo de privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor
universal de Dios. Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera
amor. De todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición
social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco
valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con
Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para realizar —en el lugar donde
estamos— su misión divina.
Dios nos llama a través de las incidencias de la
vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que
convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de
la vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas,
conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e
ilusiones de gran parte de la humanidad.
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