Esta
misma integridad de carácter debe encontrarse en todos los discípulos de
Cristo. Choca con lo que hoy se llama conformismo, para calificar así la
costumbre de regular la propia conducta sobre las ideas o los ejemplos de la
mayoría. Este defecto ha existido siempre, solo que es más sensible en nuestra
época, que ha desarrollado el espíritu rebañego simultáneamente con los
medios de publicidad. En nuestros días se difunden las opiniones y se
imponen las costumbres del mismo modo que un producto alimenticio o una marca
de jabón. Todo se fabrica ahora en serie. No es solo que todos los habitantes
del planeta tiendan a componerse la misma silueta con un vestido de idéntico
corte, sino que la uniformidad es también de rigor en el campo del pensamiento.
Los cerebros están vaciados en unos cuantos moldes para uso de las diferentes
colectividades que agrupan a nuestros contemporáneos. Las afirmaciones
sonoramente repetidas ocupan el lugar de pruebas para determinar las verdades;
por otra parte, la fatuidad ha ocupado el puesto de la reflexión. En este
"aislamiento" universal, cada unidad piensa lo que su grupo piensa,
repite lo que oye decir, hace lo que hacen "los demás". Se concibe
fácilmente que haga falta una singular audacia para liberarse de las ideas
prefabricadas y para apartarse de los caminos trillados; lo cual depende, si
hemos de creer a Montaigne, de la "simiesca o imitadora", naturaleza
humana.
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