Sin duda, no falta quienes, desgraciadamente, sobre todo hoy, utilizan con orgullo la lucha, el odio, la envidia como medios para sublevar y de exaltar la dignidad y la fuerza de la persona humana. Pero nosotros, que reconocemos gracias al discernimiento, los frutos lamentables de esta doctrina, seguimos a nuestro Rey pacífico que nos ha enseñado no solamente amar a los que no son de los nuestros, de nuestra nación ni de nuestro origen (Lc 10,33ss) sino de amar incluso a nuestros enemigos (Lc 6,27ss). Celebremos con San Pablo, el apóstol de los gentiles, la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo. (Ef 3,18), amor que la diversidad de los pueblos y de las costumbres no puede romper, que el océano inmenso no puede disminuir, que ni siquiera las guerras, justas o injustas, pueden aniquilar.
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