¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente” (1 Jn 3,1), dice la 1º Carta de San Juan. Dios es nuestro Padre, nos ama con una incomprensible dilección. Todo el amor que existe en el mundo viene de él y es solo una sombra de su caridad infinita. (…) El amor tiende a darse, de ese modo se une profundamente al objeto de su afecto. Dios es amor (1Jn 4,8), tiene un deseo siempre actual e intenso de comunicarse con nosotros. (…) El Hijo, que comparte el amor del Padre, ha querido aceptar la condición de servidor y libarse sobre la cruz (cf. Jn 15,13). Todavía ahora, se esconde bajo las apariencias del pan y del vino, en vista de acceder a nosotros y unirnos a él de la forma más estrecha. La santa Eucaristía es el último esfuerzo de la dilección que aspira a darse. Es el prodigio de la omnipotencia puesta al servicio de la infinita caridad.
Todas las obras de Dios son perfectas (cf. Dt 32,4). Por
eso el Padre celestial preparó a sus hijos un banquete digno de él. No les
sirve un alimento material, ni un maná descendido del cielo. Les da el Cuerpo y
la Sangre, con el alma y la divinidad de su Hijo Único Jesucristo. En esta vida
no comprenderemos jamás la grandeza de ese don. Mismo en el cielo, no lo
comprenderemos completamente, porque la Eucaristía es Dios mismo que se
comunica y él solo se conoce plenamente. (…) Con la comunión, poseemos la santa
Trinidad en nuestro corazón, ya que el Padre y el Espíritu Santo están
necesariamente dónde está el Hijo: son tres en una misma y única esencia.
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