Todos tenemos caracteres bien diferenciados,
maneras de ver las cosas opuestas, y sensibilidades opuestas, y éste es un
hecho que hay que reconocer con realismo y aceptar con humor. A algunos les
encanta el orden y el menor síntoma de desorden crea en ellos inseguridad. Hay
otros que en un contexto excesivamente cuadriculado y ordenado se asfixian
enseguida. Los que aman el orden se sienten personalmente agredidos por quienes
van dejándolo todo en cualquier sitio, mientras que a la persona de
temperamento contrario la agobia quien exige, siempre y en todo, un orden
perfecto. Y en seguida echamos mano de consideraciones morales, cuando no se
trata más que diferencias de carácter. Todos padecemos una fuerte tendencia
a alabar lo que nos gusta y conviene a nuestro temperamento, y a criticar lo
que no nos agrada. Los ejemplos serían interminables. Y, si no se tiene esto en
cuenta, nuestras familias y nuestras comunidades correrán el riesgo de
convertirse en permanentes campos de batalla entre los defensores del orden y
los de la libertad, entre los partidarios de la puntualidad y los de la
flexibilidad, los amantes de la calma y los del tumulto, los madrugadores y los
trasnochadores, los locuaces y los taciturnos, y así sucesivamente.
De ahí la necesidad de educarnos para
aceptar a los demás como son, para comprender que su
sensibilidad y los valores que los sustentan no son idénticos a los nuestros;
para ensanchar y domar nuestro corazón y nuestros pensamientos en consideración
hacia ellos.
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