Con una ceguera que proviene de apartarse de Dios -este pueblo me honra con los labios, pero su corazón se encuentra lejos de mí (Mt XV, 8) -, se fabrica una imagen de la Iglesia, que no guarda relación alguna con la que fundó Cristo. Hasta el Santo Sacramento del Altar -la renovación del Sacrificio del Calvario- es profanado, o reducido a un mero símbolo de la que llaman comunión de los hombres entre sí. ¡Qué sería de las almas, si Nuestro Señor no hubiese entregado por nosotros hasta la última gota de su Sangre preciosa! ¿Cómo es posible que se desprecie ese milagro perpetuo de la presencia real de Cristo en el Sagrario? Se ha quedado para que lo tratemos, para que lo adoremos, para que, prenda de la gloria futura, nos decidamos a seguir sus huellas.
Estos tiempos son tiempos
de prueba y hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (Cfr. Is LVIII, 1), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda
nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los
fieles. La Iglesia no tiene por qué empeñarse en agradar a los hombres, ya que
los hombres -ni solos, ni en comunidad- darán nunca la salvación eterna: el que
salva es Dios.
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