17.11.07

Libro de la Sabiduría 13,1-9.

Sí, vanos por naturaleza son todos los hombres que han ignorado a Dios, los que, a partir de las cosas visibles, no fueron capaces de conocer a "Aquel que es". , y al considerar sus obras, no reconocieron al Artífice.
En cambio, tomaron por dioses rectores del universo al fuego, al viento, al aire sutil, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los astros luminosos del cielo.
Ahora bien, si fascinados por la hermosura de estas cosas, ellos las consideraron como dioses, piensen cuánto más excelente es el Señor de todas ellas, ya que el mismo Autor de la belleza es el que las creó.
Y si quedaron impresionados por su poder y energía, comprendan, a partir de ellas, cuánto más poderoso es el que las formó. Porque, a partir de la grandeza y hermosura de las cosas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor.
Sin embargo, estos hombres no merecen una grave reprensión, porque tal vez se extravían buscando a Dios y queriendo encontrarlo; como viven ocupándose de sus obras, las investigan y se dejan seducir por lo que ven: ¡tan bello es el espectáculo del mundo! Pero ni aún así son excusables: si han sido capaces de adquirir tanta ciencia para escrutar el curso del mundo entero, ¿cómo no encontraron más rápidamente al Señor de todo?

14.11.07

Homilia del 11 de febrero de 1981, Autor: Juan Pablo II

Una palabra buena se dice pronto; sin embargo, a veces se nos hace difícil pronunciarla. Nos detiene el cansancio, nos distraen las preocupaciones, nos frena un sentimiento de frialdad o de indiferencia egoísta.
Así sucede que pasamos al lado de personas a las cuales, aun conociéndolas, apenas les miramos el rostro y no nos damos cuenta de lo que frecuentemente están sufriendo por esa sutil, agotadora pena que proviene de sentirse ignoradas. Bastaría una palabra cordial, un gesto afectuoso, e inmediatamente algo se despertaría en ellas: una señal de atención y de cortesía puede ser una ráfaga de aire fresco en lo cerrado de una existencia, oprimida por la tristeza y por el desaliento. El saludo de María llenó de alegría el corazón de su anciana prima Isabel (cfr. Lc 1, 44)