En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo está una expresión del profeta Oseas, que Jesús retoma en el Evangelio: «Quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6, 6). Se trata de una palabra clave, una de las palabras que nos introducen en el corazón de la Sagrada Escritura. El contexto, en el que Jesús la hace suya, es la vocación de Mateo, de profesión "publicano", es decir, recaudador de impuestos por cuenta de la autoridad imperial romana; por eso mismo, los judíos lo consideraban un pecador público. Después de llamarlo precisamente mientras estaba sentado en el banco de los impuestos —ilustra bien esta escena un celebérrimo cuadro de Caravaggio—, Jesús fue a su casa con los discípulos y se sentó a la mesa junto con otros publicanos. A los fariseos escandalizados, les respondió: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. (...) No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 12-13). El evangelista san Mateo, siempre atento al nexo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, en este momento pone en los labios de Jesús la profecía de Oseas: «Id y aprended lo que significa: "Misericordia quiero y no sacrificios"».
Es
tal la importancia de esta expresión del profeta, que el Señor la cita
nuevamente en otro contexto, a propósito de la observancia del sábado
(cf. Mt 12, 1-8). También en este caso, Jesús asume la
responsabilidad de la interpretación del precepto, revelándose como
"Señor" de las mismas instituciones legales. Dirigiéndose a los
fariseos, añade: «Si comprendierais lo que significa: "Misericordia quiero
y no sacrificios", no condenaríais a personas sin culpa» (Mt 12,
7). Por tanto, Jesús, el Verbo hecho hombre, "se reconoció", por
decirlo así, plenamente en este oráculo de Oseas; lo hizo suyo con todo el
corazón y lo realizó con su comportamiento, incluso a costa de herir la
susceptibilidad de los jefes de su pueblo. Esta palabra de Dios nos ha llegado,
a través de los Evangelios, como una de las síntesis de todo el mensaje
cristiano: la verdadera religión consiste en el amor a Dios y al
prójimo. Esto es lo que da valor al culto y a la práctica de
los preceptos.
Dirigiéndonos
ahora a la Virgen María, pidamos por su intercesión vivir siempre en la alegría
de la experiencia cristiana. Que la Virgen, Madre de la Misericordia, suscite
en nosotros sentimientos de abandono filial a Dios, que es misericordia
infinita; que ella nos ayude a hacer nuestra la oración que san Agustín formula
en un famoso pasaje de sus Confesiones: «¡Señor, ten
misericordia de mí! Mira que no oculto mis llagas. Tú eres el médico; yo soy el
enfermo. Tú eres misericordioso; yo, lleno de miseria. (...) Toda mi esperanza
está puesta únicamente en tu gran misericordia» (X, 28. 39; 29. 40).