3.5.09

Simón Pedro, Capítulo 8; Autor: George Chevrot

¡Qué fácil era para los poderes del infierno destruir una sociedad cuyos miembros están sujetos a los límites y las debilidades de la naturaleza humana! Ya conocemos los medios y él los puso en práctica.

Primero “el dinero”. Nada pude emprenderse sin este resorte indispensable. Y, no obstante, fueron unos pobres hombres los que impusieron el cristianismo al Imperio Romano. Por otra parte, solo los Apóstoles despegados de las riquezas son los que convierten a los hombres la Evangelio en cada generación. Mientras por todas partes los ricos se sirven de su influencia para lograr una clientela, en la Iglesia son los pobres los que seducen a los ricos y estos dejan sus bienes para ofrecer a Dios templos, a los enfermos hospitales, a los pobres trabajo y subsidios. El infierno no entiende nada; ¡es el mundo al revés!

Pero el infierno es hábil. Puesto que los miembros de la Iglesia son hombres, procurará pervertirlos por el amor al dinero. La Iglesia recibe donaciones, propiedades, fortunas. Sus jefes hacen figura de príncipes y disfrutan de los privilegios de la propiedad. ¡Ya los tiene el infiernos! Pero no, porque Jesús vela por su Iglesia: en el momento oportuno sabe burlar divinamente las leyes humanas. Cuando las riquezas de los monjes y prelados no se emplean para el bien común, excitan la envidia de grandes y pequeños. La Iglesia, despojada periódicamente, vuelve por la injusticia de sus espoliadores a la sencillez de su origen y el infierno nada puede ya contra una Iglesia, que solo sirve para dar.

El enemigo utilizará otras armas. Después de la codicia se servirá del “Orgullo”. Ha hecho buen uso de él. El orgullo descompone la fe, el orgullo socava la obediencia: con esto ¡la Iglesia quedará destruida!

Pues bien, si exceptuamos a San Pablo, los primeros predicadores del Evangelio no poseen diplomas ni títulos científicos: ¿Cómo podrán esos hombres ignorantes convencer a los espíritus cultivados y refinados por la filosofía griega? Precisamente gracias a esa misma ignorancia, porque no sentirán la tentación de añadir nada a la doctrina revelada. Predicarán total y únicamente “cuanto han visto y oído”. Su debilidad se convirtió en fuerza.

¡Qué humana es esta Iglesia que para dirigirse a los hombres tiene que adoptar su lenguaje! Tan humana que lengua oficial es, desde hace mucho, una lengua muerta. Su debilidad constituye su fuerza; también aquí el inconveniente se ha convertido en ventaja, pues su lengua, siempre fija, ayuda a la inmutabilidad del dogma.

Al igual que con su intransigencia dogmática, la Iglesia manifiesta idéntica intolerancia con todo lo que perjudique a sus leyes morales. Antes de infringir el precepto de indisolubilidad conyugal en provecho de Enrique VIII, consiente en que todo el reino de Inglaterra pase a la herejía. Hay que citar siempre a Pascal: “Los Estados perecerían si lasa leyes no se plegasen a la necesidad. Pero la religión no toleró eso ni se sirvió de ello… Son necesarias esas adaptaciones o milagros. No es extraño que se conserve plegándose…, pero que esta religión se haya mantenido siempre inflexible es divino”.

La Iglesia, insegura humanamente del futuro, no ha intentado nunca asegurarse la popularidad entre las masas aminorando la doctrina de Jesucristo. Antes preferiría perecer que conformarse con el más leve error. Pues bien: ha sobrevivido sin sacrificar nada de su Cred0. Empleará un siglo en triunfar del arrianismo, pero triunfará. Poco faltó para que el pelagianismo engañase al papa Zósimo; pero a su vez el pelagianismo fue vencido. La Iglesia elimina las herejías del Medioevo una tras otra; resiste a las influencias, por otra parte terribles, del Renacimiento pagano y del protestantismo disolvente. Conserva intacto su patrimonio doctrinal, a pesar de los ataques o de los progresos del racionalismo del siglo XIX. ¿Cómo una sociedad puramente humana no habría aceptado componendas con las ideas de actualidad? Dado que el pensamiento humano está en constante evolución, ¿cómo ha podido mantener la Iglesia la integridad del dogma? Y todo ello sin ser extraña al genio ni a la filosofía griega ni medieval, al contrario, siendo capaz de hacer inteligible su doctrina a las inteligencias de todos los tiempos como en nuestra época, sin que modifique nunca sus enseñanzas?

No nos engañemos, las herejías no nacieron fuera de la Iglesia, sino en su seno. Fueron sus hijos los que, víctimas más o menos concientes de orgullo, rechazaron la doctrina primitiva. Fueron sus hijos más encumbrados quienes, víctimas de la ambición, determinaron los cismas. La iglesia los vio marchar con pena. Perdió, sucesivamente, naciones enteras, pero lo que pierde en número lo gana al punto en calidad. Sus hijos menos numerosos son más fervorosos y su fervor aumenta el número paulatinamente. Mientras el tiempo altera su doctrina o debilita la disciplina, disminuyen con los siglos los riesgos de disidencias. ¿Quién se aventuraría hoy día a intentar un nuevo cisma? Nunca como en nuestro tiempo fue respetada tan universalmente y más filialmente obedecida la autoridad del Papa. Es verdad que los poderes del infierno causaron a la Iglesia pérdidas inmensas; más no prevalecieron contra ella.

Quedaba al infierno el procurar destruir “la santidad de la Iglesia, rebajando su moralidad. ¿no es difícil hacer pecar a los hombres! Efectivamente, la Iglesia atravesó periodos de una lamentable mediocridad moral. Con todo, incluso en esas épocas, afortunadamente raras, en que sus más altos dignatarios se mostraron indignos de su carácter sagrado, había en la Iglesia muchos santos y fueron ellos los que la salvaron. Ya se trate del siglos X, XV ó XVI, la Iglesia siempre se reformó por sí misma y el observador imparcial debe reconocer que desde hace unos cuatrocientos años se está generalizando la santidad católica y que la Iglesia no solo crece en extensión sino en perfección.

Los poderes del infierno, desesperando de lograr corromper las almas cristianas, recurren al último recurso: “la persecución exterior”. Nuestro Señor no lo ocultó a sus Apóstoles: “Os perseguirán, entregándoos a las sinagogas; os azotarán y os matarán. Y seréis aborrecidos de todos los pueblos a causa de mi nombre. Pero confiad: ¡Yo he vencido al mundo!”

Esta predicación también tuvo su cumplimiento. Inmediatamente después de que nació la Iglesia en Jerusalén fue perseguida por lo judíos. Durante dos siglos y medio el poder imperial de Roma despliega contra ella todos los medios coercitivos posibles: la confiscación, el exilio, trabajos forzados, la pena capital precedida de suplicios, de los cuales Gastón Boissier ha podido decir que “después de maravillarse de que haya habido jueces que hayan pronunciado contra los cristianos penas tan terribles, no queda uno menos maravillado de que las víctimas hayan podido soportarlas”. Pero lejos de suprimir los adeptos de la Iglesia la criminal persecución aceleraba el ritmo de aquellos. “Nos multiplicamos –escribía Tertuliano- a medida que vosotros nos segáis: la sangre de los cristianos es una semilla”

Pues bien: la persecución se recrudece permanentemente contra la Iglesia ya en un país, ya en otro. Las crueldades de antaño han sido superadas en la actualidad por verdugos comunistas. Y, no obstante, la “violencia” no ha dado cuenta de la Iglesia.

Pero los poderes del infierno saben cambiar de táctica. Uno de sus representantes lo proclamaba estos últimos tiempos en la tribuna del Parlamento: “¡La francmasonería es eterna!” Lo cual quiere decir: Las Fuerzas del Mal no capitularán jamás. Ya antes de él lo había afirmado Nuestro Señor: Los poderes enemigos forjan contra la Iglesia leyes que unas frenarán su acción y otras la harán fracasar radicalmente. Con mayor maldad aún tratarán de apartar de la influencia cristiana a las almas y corazones de las masas populares por una intromisión sistemática en la escuela y la prensa. Nada los detendrá en su campaña de descristianización, ni el desarrollo de la inmoralidad ni la incitación a las bajas pasiones de la envidia y el odio, cualesquiera que sean las consecuencias de sus campañas. La destrucción de las familias, las agitaciones sociales, hasta la guerra, no los espantan, con tal de conseguir a ese precio la ruina de la Iglesia. Para colmo de hipocresía, las sectas anticristianas cubrirán sus maniobras bajo las apariencias filosóficas o seudocientificas.

En esta lucha a ultranza cuyo teatro son las almas, la Iglesia combate valerosamente sin contar los sacrificios con el fin de defender a sus hijos contra la mentira y el error. Humanamente combate con armas desiguales, pues el dinero, los favores y las amenazas no están de su parte. Humanamente tendría que ser vencida. Hace siglos que los corifeos del anticristianismo firmaron su sentencia de muerte.

….

Jesús no nos engañó: las puertas del infierno no prevalecerán contra su Iglesia. Perpetuamente atacada, contrariada, perjudicada, prosigue, sin embargo, serena y confiada la misión que le asignó su divino Fundador. Su existencia consiste, según la feliz expresión del Padre Faber, “en una victoriosa derrota”. Si nuestra Iglesia es humana, tan débil y siempre en espera de algún fracaso o saliendo de él, ¿no es acaso divina esta Iglesia que sale regularmente victoriosa de todas sus derrotas?

…. No dudamos nunca de nuestra Iglesia. Su historia es el milagro permanente, en el que podamos apoyar nuestra fe. Pero si creemos que el Hijo de Dios vive en su Iglesia, si estamos persuadidos de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, de que la iglesia es Jesús y nosotros, no nos durmamos confiando en nuestra propia seguridad. Jesucristo nos pide el apoyo de nuestro esfuerzo personal, para contribuir al triunfo de su Iglesia sobre los Poderes del Mal. A nosotros toca disminuir las debilidades que le vienen de nuestros defectos humanos, suprimir las tareas que encubre el esplendor de su divinidad a los ojos del mundo. Para ello seamos cada vez los mejores hijos de nuestra Madre Iglesia. Nuestros piadosos antepasados del Medioevo no la llamaban tan secamente como nosotros “la Iglesia”, ello la llamaban más bellamente “la Santa Iglesia”. A nuestra Santa Iglesia debemos los deseos y comienzos de santidad que a pesar de todo podemos reconocer en cada uno de nosotros. Que cada uno de nosotros se apreste, por tanto, con una docilidad más generosa a hacer a nuestra querida Iglesia siempre más santa.