12.10.20

Hablar con Dios, Tomo 5, N° 34, Autor: Francisco Fernández Carvajal

En la Sagrada Escritura el nombre equivale a la persona misma, es su identidad más profunda. Por eso, dirá Jesús al final de su vida, como resumiendo sus enseñanzas: Manifesté tu nombre a los hombres (Jn 17, 6). Nos reveló el misterio de Dios. En el Padrenuestro formulamos el deseo amoroso de que el nombre de Dios, de nuestro Padre Dios, sea conocido y reverenciado por toda la tierra; también debemos expresar nuestro dolor por las ocasiones en que es profanado, silenciado o empleado con ligereza. «Al decir santificado sea tu nombre nos recomendamos a nosotros mismos para que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea nunca despreciado por ellos» (SAN AGUSTIN, Carta 130, a Proba)

En determinados ambientes los hombres tienen recelo para nombrar a Dios. En lugar del Creador hablan de “la sabia naturaleza”, o llaman “destino” a la Providencia divina, etc. En ocasiones son sólo modos de decir, pero, en otras, el silencio del nombre de Dios es intencionado. En esos casos, venciendo los respetos humanos, debemos nosotros, intencionadamente también, honrar a nuestro Padre. Sin afectación, nos mantendremos fieles a los modos cristianos de hablar, que expresan externamente la fe de nuestra alma. Las expresiones tradicionales de muchos países, tales como “gracias a Dios” o “si Dios quiere” (Santiago 4, 15), etc., pueden servir de ayuda en algunas ocasiones para tener presente al Señor en la conversación.