20.9.20

Roma, Dulce Hogar, Capítulo 6; Autores: Scott y Kimberly Hahn

El Padre John Debicki, mi amigo sacerdote de Pittsburgh, me puso en contacto con el Layton Study Center, un centro del Opus Dei en Milwaukee. Los amigos que hice allí, tanto los sacerdotes como los otros miembros, me ofrecieron un enfoque práctico de oración, trabajo, familia y apostolado, que integró todo lo positivo de mi experiencia evangélica dentro de un sólido plan de vida católico. Se me enseñó y se me animó, como laico, a encontrar modos de transformar mi trabajo en oración. 

Uno de los miembros casados, Chris Wolfe, me estimulaba constantemente a dar total prioridad a mi vida interior. Por fin el proceso de conversión se estaba tornando, sobrenaturalmente, en una historia romántica. 

El Espíritu Santo me estaba revelando que la Iglesia católica, que tanto me aterrorizaba antes, era en realidad mi hogar y mi familia. Experimentaba un gozoso sentimiento de regreso a casa a medida que redescubría a mi padre, a mi madre y a mis hermanos y hermanas mayores. 

Así que un día cometí una «fatal metedura de pata»: decidí que había llegado el momento de
ir, yo solo, a una Misa católica. Tomé al fin la resolución de atravesar las puertas del Gesú, la parroquia de Marquette University. Poco antes de mediodía me deslicé silenciosamente hacia la cripta de la capilla para la misa diaria. No sabía con certeza lo que encontraría; quizá estaría sólo con un sacerdote y un par de viejas monjas. Me senté en un banco del fondo para observar. De repente, numerosas personas empezaron a entrar desde las calles, gente normal y corriente. Entraban, hacían una genuflexión y se arrodillaban para rezar. Me impresionó su sencilla pero sincera devoción. Sonó una campanilla, y un sacerdote caminó hacia el altar. 

Yo me quedé sentado, dudando aún de si debía arrodillarme o no. Como evangélico calvinista, me habían enseñado que la misa católica era el sacrilegio más grande que un hombre podía cometer: inmolar a Cristo otra vez. Así que no sabía qué hacer. Observaba y escuchaba atentamente a medida que las lecturas, oraciones y respuestas -tan impregnadas en la Escritura- convertían la Biblia en algo vivo. Me venían ganas de interrumpir la misa para decir: «Mira, esa frase es de Isaías... El canto es de los Salmos ¡Caramba!, ahí tienen a otro profeta en esa plegaria.» Encontré muchos elementos de la antigua liturgia judía que yo había estudiado tan intensamente. 

Entonces, de repente, comprendí que éste era el lugar de la Biblia. Éste era el ambiente en el cual esta preciosa herencia de familia debe ser leída, proclamada y explicada... Luego pasamos a la Liturgia Eucarística, donde todas mis afirmaciones sobre la alianza hallaban su lugar. Hubiera querido interrumpir cada parte y gritar: «¡Eh!, ¿queréis que os explique lo que está pasando desde el punto de vista de la Escritura? ¡Esto es fantástico!» Pero en vez de eso, allí estaba yo sentado, languideciendo por un hambre sobrenatural del Pan de Vida. 
Tras pronunciar las palabras de la Consagración, el sacerdote mantuvo elevada la hostia. Entonces sentí que la última sombra de duda se había diluido en mí. Con todo mi corazón musité: 

«Señor mío y Dios mío. ¡Tú estás verdaderamente ahí! Y si eres Tú, entonces quiero tener plena comunión contigo. No quiero negarte nada.»

7.9.20

Encíclica Ad Catholici Sacerdotii Nº 15, Autor: Pio XI


El cristiano, casi a cada paso importante de su mortal carrera, encuentra a su lado al sacerdote en actitud de comunicarle o acrecentarle con la potestad recibida de Dios esta gracia, que es la vida sobrenatural del alma.

Apenas nace a la vida temporal, el sacerdote lo purifica y renueva en la fuente del agua lustral, infundiéndole una vida más noble y preciosa, la vida sobrenatural, y lo hace hijo de Dios y de la Iglesia; para darle fuerzas con que pelear valerosamente en las luchas espirituales,

un sacerdote revestido de especial dignidad lo hace soldado de Cristo en el sacramento de la confirmación;

apenas es capaz de discernir y apreciar el Pan de los Ángeles, el sacerdote se lo da, como alimento vivo y vivificante bajado del cielo;

caído, el sacerdote lo levanta en nombre de Dios y lo reconforta por medio del sacramento de la penitencia;

si Dios lo llama a formar una familia y a colaborar con El en la transmisión de la vida humana en el mundo, para aumentar primero el número de los fieles sobre la tierra y después el de los elegidos en el cielo, allí está el sacerdote para bendecir sus bodas y su casto amor;

y cuando el cristiano, llegado a los umbrales de la eternidad, necesita fuerza y ánimos antes de presentarse en el tribunal del divino Juez, el sacerdote se inclina sobre los miembros doloridos del enfermo, y de nuevo le perdona y le fortalece con el sagrado crisma de la extremaunción;

por fin, después de haber acompañado así al cristiano durante su peregrinación por la tierra hasta las puertas del cielo, el sacerdote acompaña su cuerpo a la sepultura con los ritos y oraciones de la esperanza inmortal, y sigue al alma hasta más allá de las puertas de la eternidad, para ayudarla con cristianos sufragios, por si necesitara aún de purificación y refrigerio.

Así, desde la cuna hasta el sepulcro, más aún, hasta el cielo, el sacerdote está al lado de los fieles, como guía, aliento, ministro de salvación, distribuidor de gracias y bendiciones.

3.9.20

Forja Nº 754, Autor: San Josemaría

Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra —obras y dichos de Cristo— no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. —El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: "Señor, ¿qué quieres que yo haga?..." —¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. —Así han procedido los santos
.

2.9.20

Constitución Pastoral Gaudium et Spes, Nº 34


Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo.


Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia.

Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo.