30.8.08

Hablar con Dios, Tomo 4, Nº 81, Autor: Francisco Fernández Carvajal

Se nos ha dado, entre otros dones, la vida natural, el primer regalo de Dios; la inteligencia, para comprender las verdades creadas y ascender a través de ellas hasta el Creador; la voluntad, para querer el bien, para amar; la libertad, con la que nos dirigimos como hijos a la Casa paterna; el tiempo, para servir a Dios y darle gloria; bienes materiales, para que nos sirvan de instrumento para sacar adelante obras buenas, en favor de la familia, de la sociedad, de los más necesitados... En otro plano, incomparablemente más alto y de más valor, hemos recibido la vida de la gracia –participación de la misma vida eterna de Dios–, que nos hace miembros de la Iglesia y partícipes en la Comunión de los Santos, y la llamada de Dios a seguirle de cerca. Ha puesto a nuestra disposición los sacramentos, especialmente el don inestimable de la Sagrada Eucaristía; hemos recibido como Madre a la Madre Dios; los siete dones y los frutos del Espíritu Santo que nos impulsan constantemente a ser mejores; un Ángel que nos custodia y protege...
Hemos recibido la vida y los dones que la acompañan a modo de herencia, para hacerla rendir. Y de esa herencia se nos pedirá cuenta al final de nuestros días. Somos administradores de unos bienes, algunos de los cuales solo los poseeremos durante este corto tiempo de la vida. Después nos dirá el Señor: Dame cuenta de tu administración... No somos dueños; solo somos administradores de unos dones divinos.
Dos maneras hay de entender la vida: sentirse administrador y hacer rendir lo recibido de cara a Dios, o vivir como si fuéramos dueños, en beneficio de la propia comodidad, del egoísmo, del capricho. Hoy, en nuestra oración, podemos preguntarnos cuál es nuestra actitud ante los bienes, ante el tiempo...; quienes han recibido la vocación matrimonial, su responsabilidad ante las fuentes de la vida, ante la generosidad en el número de hijos y ante la educación humana y sobrenatural de estos, que es ordinariamente el mayor encargo que han recibido de Dios.

24.8.08

Constitución Dogmática Lumen Gentium, Nº 9

Quiso, sin embargo, Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció una alianza, y a quien instruyo gradualmente manifestándole a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia, y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y figura de la nueva alianza, perfecta que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne. "He aquí que llega el tiempo -dice el Señor-, y haré una nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán", afirma el Señor (Jr., 31,31-34). Nueva alianza que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1Cor., 11,25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles que se condensara en unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de Dios. Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1Pe., 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3,5-6), son hechos por fin "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición ... que en un tiempo no era pueblo, y ahora pueblo de Dios" (Pe., 2,9-10).
Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza a Cristo, "que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación" (Rom., 4,25), y habiendo conseguido un nombre que está sobre todo nombre, reina ahora gloriosamente en los cielos. Tienen por condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar, como el mismo Cristo nos amó (cf. Jn., 13,34). Tienen últimamente como fin la dilatación del Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por El mismo al fin de los tiempos cuanto se manifieste Cristo, nuestra vida (cf. Col., 3,4) , y "la misma criatura será libertad de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios" (Rom., 8,21). Aquel pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no contenga a todos los hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por El como instrumento de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt., 5,13-16).
Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto, es llamado alguna vez Iglesia (cf. 2Esdr., 13,1; Núm., 20,4; Deut., 23, 1ss), así el nuevo Israel que va avanzando en este mundo hacia la ciudad futura y permanente (cf. Hebr., 13,14) se llama también Iglesia de Cristo (cf. Mt., 16,18), porque El la adquirió con su sangre (cf. Act., 20,28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación, y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera, para todos y cada uno. Rebosando todos los límites de tiempos y de lugares, entra en la historia humana con la obligación de extenderse a todas las naciones. Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por al fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió, que en la debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta, sino que persevera siendo digna esposa de su Señor, y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso.

Primera Carta de San Pedro 2, 9-10

sois linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable: los que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los que antes no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia.

Exhortación Apostólica Christifideles Laici, Nº 14, Autor: Juan Pablo II

Dirigiéndose a los bautizados como a «niños recién nacidos», el apóstol Pedro escribe: «Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, sois utilizados en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (...). Pero vosotros sois el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido para que proclame los prodigios de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (...)» (1 P 2, 4-5. 9).
He aquí un nuevo aspecto de la gracia y de la dignidad bautismal: los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio —sacerdotal, profético y real— de Jesucristo. Es este un aspecto que nunca ha sido olvidado por la tradición viva de la Iglesia, como se desprende, por ejemplo, de la explicación que nos ofrece San Agustín del Salmo 26. Escribe así: «David fué ungido rey. En aquel tiempo, se ungía sólo al rey y al sacerdote. En estas dos personas se encontraba prefigurado el futuro único rey y sacerdote, Cristo (y por esto "Cristo" viene de "crisma"). Pero no sólo ha sido ungida nuestra Cabeza, sino que también hemos sido ungidos nosotros, su Cuerpo (...). Por ello, la unción es propia de todos los cristianos; mientras que en el tiempo del Antiguo Testamento pertenecía sólo a dos personas. Está claro que somos el Cuerpo de Cristo, ya que todos hemos sido ungidos, y en Él somos cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el cuerpo forman el Cristo en su integridad».(19)
Siguiendo el rumbo indicado por el Concilio Vaticano II,(20) ya desde el inicio de mi servicio pastoral, he querido exaltar la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios diciendo: «Aquél que ha nacido de la Virgen María, el Hijo del carpintero —como se lo consideraba—, el Hijo de Dios vivo —como ha confesado Pedro— ha venido para hacer de todos nosotros "un reino de sacerdotes".

Hablar con Dios, Tomo 6, Nº 9, Autor: Francisco Fernández Carvajal

En este nuevo Pueblo hay un único sacerdote, Jesucristo, y un único sacrificio, que tuvo lugar en el Calvario y que se renueva cada día en la Santa Misa. Todos aquellos que componen este pueblo son linaje escogido, participan del sacerdocio de Cristo y quedan capacitados para llevar a cabo una mediación sacerdotal, fundamento de todo apostolado, y para participar activamente en el culto divino. De esta manera pueden convertir todas sus actividades en sacrificios espirituales, agradables a Dios (1 Pdr 2, 5). Se trata de un sacerdocio verdadero, aunque esencialmente distinto del sacerdocio ministerial, por el que el sacerdote queda capacitado para hacer las veces de Cristo, principalmente cuando perdona los pecados y celebra la Santa Misa. Sin embargo, ambos están ordenados el uno al otro y participan, cada uno a su modo, del único sacerdocio de Cristo. En él -en la participación del sacerdocio de Cristo- nos santificamos y encontramos las gracias necesarias para ayudar a los demás.

17.8.08

CONSTITUCIÓN PASTORAL GAUDIUM ET SPES SOBRE LA IGLESIA EN EL MUNDO ACTUAL Nº 74

Pero cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica

11.8.08

CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA DEI VERBUM SOBRE LA DIVINA REVELACIÓN Nº 25

De igual forma el Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los religiosos, a que aprendan "el sublime conocimiento de Jesucristo", con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. "Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo". Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios, que con la aprobación o el cuidado de los Pastores de la Iglesia se difunden ahora laudablemente por todas partes. Pero no olviden que debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque "a El hablamos cuando oramos, y a El oímos cuando leemos las palabras divinas.