4.4.09

Simón Pedro, Capítulo 19; Autor: George Chevrot

A veces somos impacientes al comprobar la lentitud de los progresos del reino de Dios en la tierra y algunos, con enorme injusticia, echan la culpa a la Providencia. Contemos más bien al insignificante número de cristianos que siguen a Jesús de cerca frente a la inmensa mayoría de los bautizados. Entre estos últimos, ¿cuántos hay que han apostado a poco menos? Por encima de ellos están los que creen sernos agradables declarando que no son hostiles a la religión. Tampoco Pilatos tuvo ninguna animadversión contra Jesús. Añadid a estos todas las categorías de buenas gentes que no son, por cierto, gentes muy buenas, de que temen comprometerse, los que disimulan sus convicciones en los medios ambientes donde Cristo resulta sospechoso, discutido, molesto: católicos para quienes la religión es una etiqueta mundana, la faja de garantía colocada sobre sus privilegios sociales; discípulos intermitentes que apelan a Cristo el domingo por la mañana y que todo el resto de la semana “no conocen a ese hombre”.
Si observamos bien que esos adherentes de nombre al Cristianismo constituyen la inmensa mayoría de los bautizados, en vez de dudar de la fecundidad del Evangelio, ¿no nos maravillaremos más del poder sobrenatural de la Iglesia, capaz de continuar su misión santificadora del mundo, a pesar del enorme peso muerto que se ve obligada a arrastrar? La humanidad sigue a Cristo con desesperante parsimonia, porque hay demasiados cristianos que solos siguen a Jesús de lejos, desde muy lejos.
Ojalá que no tengamos que dirigirnos este reproche a nosotros mismos. ¡Dichosos aquellos que pueden confesarse a sí mismos no haber vuelto la espalda a Jesucristo! Pero ¿quién le ha seguido de cerca singularmente?