13.5.25

Comentario al Evangelio del jueves de la 1.ª semana de Adviento. en la página del Opus Dei

En los Evangelios, Jesús habla en repetidas ocasiones de la llegada del Reino de Dios. Algunos de sus contemporáneos pensaban que se trataba de un reino político, de la próxima restauración del antiguo poder de los reyes de Israel. Pero el Señor deja claro que es otro tipo de reino, que incluso está ya presente: “daos cuenta de que el Reino de Dios está ya en medio de vosotros” (Lc 7,21). Como explica Orígenes, Jesús es el reino en persona, Él mismo es el "misterio del reino de Dios" que fue ofrecido a los discípulos.

 

En el pasaje de la Misa de hoy(Mt 7,21.24-27), Jesús nos explica cómo podemos entrar en contacto con su persona, empleando algunos verbos. No entra en el reino quien dice, quien sólo habla pero no hace nada, quien solo se conforma con llamarse cristiano. Ese hombre no entrará.

 

En cambio, pueden entrar en su Reino quienes oyen sus palabras y las ponen en práctica. Una manera concreta de oír sus palabras, de escuchar la voluntad de Dios es leer la Palabra de Dios, por ejemplo con una atenta lectura del Evangelio todos los días; y luego, intentar poner en práctica lo que hemos escuchado o leído, haciendo nuestra la vida de Jesús.

 

“¿Quieres acompañar de cerca, muy de cerca, a Jesús?... Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento que está sucediendo ahora mismo, ser uno más en aquellas escenas”(San Josemaría, Vía Crucis, IXª estación.)

12.5.25

Sermón para la consagración de un obispo, Guelferbytanus n°32; PLS 2, 6378; Autor: San Agustín (354-430)

 

Aquel que gobierna al pueblo debe entender ante todo que él es el servidor de todos. No debe desdeñar su servicio... ya que el Señor de los Señores (1Tim 6,15) nunca desdeñó ponerse a nuestro servicio.

Esta impureza de la carne que se vislumbra entre los discípulos de Cristo como un deseo de grandeza; el humo del orgullo que les nublaba la vista. De hecho, podemos leer: “Una disputa surge entre ellos para saber quién era el más grande” (Lucas 22,24). Pero el Señor sanador estaba ahí; él reprimió sus ínfulas... Él les mostró el ejemplo de humildad en un niño... Porque el orgullo es un gran mal, el primer mal, el origen de todo pecado...

Por ello el apóstol Pablo recomienda, entre otras virtudes de los responsables de la Iglesia, la humildad (1Timoteo 3,6)... Cuando el Señor hablaba del ejemplo del niño: “El que quiera ser el más grande entre vosotros, que sea vuestro servidor” (Mateo 20,26)... Les hablo como obispo y mis advertencias me dan miedo a mí mismo... Cristo vino a la tierra “no para ser servido, sino para servir, y dar su vida para saldar la deuda de una multitud” (Marcos 10,45). Así fue como él sirvió, así es el tipo de servidor que nos ordena ser. Él dio su vida, él nos redimió. ¿Quién entre nosotros puede redimir a alguien más? Nos redimió de la muerte con su muerte, con su sangre. A nosotros que estábamos dispersos por la tierra, él nos levantó con su humildad. Pero nosotros también debemos poner de nuestra parte para sus miembros, porque nosotros fuimos hechos sus miembros. Él es la cabeza, nosotros el cuerpo (Efesios 1,22). Y el apóstol Juan nos exhorta a imitarlo: “Cristo dio su vida por nosotros; nosotros también debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos” (1Juan 3,16).

1.5.25

Constitución Dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, 17

Como el Hijo fue enviado por el Padre, así también Él envió a los Apóstoles (cf. Jn 20,21) diciendo: “Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28,19- 20). Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con orden de realizarlo hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Por eso hace suyas las palabras del Apóstol: “¡Ay de mí si no evangelizare!” (1 Co 9,16), y sigue incesantemente enviando evangelizadores, mientras no estén plenamente establecidas las Iglesias recién fundadas y ellas, a su vez, continúen la obra evangelizadora.