En la
Santa Misa encontramos el momento más oportuno para renovar el ofrecimiento de
nuestra vida y de las obras del día. Cuando el sacerdote ofrece el pan y el vino,
nosotros ofrecemos cuanto somos y poseemos, y todo aquello que nos proponemos
hacer en esa jornada que comienza. En la patena ponemos la memoria, la
inteligencia, la voluntad... Además, familia, trabajo, alegrías, dolor,
preocupaciones... Y las jaculatorias y actos de desagravio, las comuniones
espirituales, las pequeñas mortificaciones, los actos de amor con que esperamos
llenar el día. Siempre resultarán pobres y pequeños estos dones que ofrecemos,
pero al unirse a la oblación de Cristo en la Misa se hacen inconmensurables y
eternos. “Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida
conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si
son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan
pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por
Jesucristo (Cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen
piadosamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor” (
CONC. VAT. II, Const. Lumen
gentium, 34).
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