25.4.13

Compendio Teológico 2,1, Autor: Santo Tomás de Aquino


Cuando la petición se dirige a un hombre, se debe primero expresar el deseo y la necesidad por la que ruega. Tiene por objeto también doblegar el corazón al que se pide, hasta hacerlo ceder. Más, estas dos cosas no tienen razón de ser cuando la oración se dirige a Dios. Cuando oramos no tenemos que inquietarnos por expresar a Dios nuestros deseos o nuestras necesidades, ya que Dios lo sabe todo (Mt 6,8)... No obstante, la oración nos es necesaria para obtener la gracia de Dios; El caso es que ejerce una influencia sobre el que ruega, con el fin de que considere sus propias pobrezas e incline su alma a desear con fervor y espíritu filial lo que espera obtener por la oración. Se hace, por esto, capaz de recibirlo...

    

La oración nos hace cercanos a Dios ya que nuestras almas se elevan hacia él, conversan afectuosamente con él y lo adoran en espíritu y en verdad (Jn 4,23) Esta intimidad adquirida en la oración incita al hombre a la oración confiada. Por esto está escrito en los salmos: “Yo te invoco, oh Dios, porque tú me respondes.” (Sal 16,6) El salmista es acogido por Dios al inicio de la oración, luego ora con una confianza mayor. Así que en nuestra oración a Dios, la frecuencia o la insistencia no están fuera de lugar, antes bien son agradables a Dios; porque hay “necesidad de orar siempre sin desanimarse.” (Lc 18,1) y en otro lugar, el Señor nos invita “pedid y recibiréis; buscad y encontraréis, llamad, y os abrirán.” (Lc 11,9)     

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