12.12.23

Benedicto XVI Angelus en Castelgandolfo Domingo 23 de septiembre de 2012

En nuestro camino con el Evangelio de san Marcos, el domingo pasado entramos en la segunda parte, esto es, el último viaje hacia Jerusalén y hacia el culmen de la misión de Jesús. Después de que Pedro, en nombre de los discípulos, profesara la fe en Él reconociéndolo como el Mesías (cf. Mc 8, 29), Jesús empieza a hablar abiertamente de lo que le sucederá al final. El evangelista refiere tres predicciones sucesivas de la muerte y resurrección, en los capítulos 8, 9 y 10: en ellas Jesús anuncia de manera cada vez más clara el destino que le espera y su intrínseca necesidad. El pasaje de este domingo contiene el segundo de estos anuncios. Jesús dice: «El Hijo del hombre —expresión con la que se designa a sí mismo— va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9, 31). Pero los discípulos «no entendían lo que decía y les daba miedo preguntarle» (v. 32). En efecto, leyendo esta parte del relato de Marcos se evidencia que entre Jesús y los discípulos existía una profunda distancia interior; se encuentran, por así decirlo, en dos longitudes de onda distintas, de forma que los discursos del Maestro no se comprenden o sólo es así superficialmente. El apóstol Pedro, inmediatamente después de haber manifestado su fe en Jesús, se permite reprocharle porqué ha predicho que tendrá que ser rechazado y matado. Tras el segundo anuncio de la pasión, los discípulos se ponen a discutir sobre quién de ellos será el más grande (cf. Mc 9, 34); y después del tercero, Santiago y Juan piden a Jesús poderse sentar a su derecha y a su izquierda, cuando esté en la gloria (cf. Mc 10, 34-35). Existen más señales de esta distancia: por ejemplo, los discípulos no consiguen curar a un muchacho epiléptico, a quien después Jesús sana con la fuerza de la oración (cf. Mc 9, 14-29); o cuando se le presentan niños a Jesús, los discípulos les regañan y Jesús en cambio, indignado, hace que se queden y afirma que sólo quien es como ellos puede entrar en el Reino de Dios (cf. Mc 10, 13-16).

¿Qué nos dice todo esto? Nos recuerda que la lógica de Dios es siempre «otra» respecto a la nuestra, como reveló Dios mismo por boca del profeta Isaías: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55, 8). Por esto seguir al Señor requiere siempre al hombre una profunda conversión —de todos nosotros—, un cambio en el modo de pensar y de vivir; requiere abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar interiormente. Un punto clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo porque Él es toda la plenitud y tiende todo a amar y donar vida; en nosotros los hombres, en cambio, el orgullo está enraizado en lo íntimo y requiere constante vigilancia y purificación. Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a parecer grandes, a ser los primeros; mientras que Dios, que es realmente grande, no teme abajarse y hacerse el último. 

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