10.2.24

Sermón para el 11º Domingo después de Pentecostés; Autor: San Juan María Vianney (1786-1859)

“Se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente” (Mc 7,35)

Mis hermanos, es deseable que se pudiera decir de cada uno lo que el Evangelio expresa del mudo que Jesús había sanado: que hablaba normalmente. Mis hermanos, podrían reprocharnos que con frecuencia hablamos mal, especialmente cuando hablamos de nuestro prójimo.

¿Cuál es la conducta de muchos cristianos de hoy? He aquí. Criticar, censurar, ensombrecer y condenar lo que hace y dice el prójimo. Este es el vicio más común, más expandido, y quizás el más malo de todos. Vicio que no se podrá nunca detestar suficientemente, vicio que tiene las consecuencias más funestas, que lleva a todos lados turbación y desolación.

¡Ah! ¡Quiera Dios darme uno de esos carbones de los que el ángel se sirvió para purificar los labios del profeta Isaías (cf. Is 6,6-7), para purificar la lengua de los hombres! ¡Cuántos males expulsaríamos de la tierra si expulsáramos la murmuración! Mis hermanos, ¡pueda darles horror de ella y obtengan así la felicidad de corregirse para siempre! (…)

Termino diciendo que no sólo está mal murmurar, sino también escuchar las murmuraciones y calumnias con placer. Ya que si nadie escuchara, no habría murmuraciones. (…) Digamos frecuentemente: “Mi Dios, hazme la gracia de conocerme tal como soy”. ¡Feliz, mil veces feliz, el que se servirá de su lengua sólo para pedir a Dios el perdón de sus pecados y cantar sus alabanzas!


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