El origen de la Escritura no se halla en la búsqueda humana, sino en la divina revelación que proviene del “Padre de las luces”, “de quien toma su nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (St 1,17; Ef 3,15). Es de él que, por su Hijo Jesucristo, llega a nosotros el Espíritu Santo. Es por el Espíritu Santo que, compartiendo y distribuyendo sus dones a cada uno según su voluntad Hb 2,4), se nos da la fe y “por la fe, Cristo habita en nuestros corazones” (Ef 3,17). De este conocimiento de Jesucristo se desprende, como de su fuente, la firmeza y la comprensión de toda la santa Escritura. Es, pues, imposible entrar en el conocimiento de la Escritura sin poseer infusa, primeramente, la fe de Cristo, como la luz, la puerta y el fundamento de toda la Escritura…
La finalidad o el fruto de la santa Escritura no es
cualquier cosa, sino la plena felicidad eterna. Porque en la Escritura están
“las palabras de vida eterna” (Jn 6,68); está, pues, escrita, no sólo para que
creamos, sino también para que poseamos la vida eterna en la cual veremos,
amaremos y nuestros deseos se verán eternamente colmados. Es entonces que
nuestros deseos se verán plenamente satisfechos, conoceremos verdaderamente “el
amor que sobrepasa todo conocimiento” y así llegaremos a “la Plenitud total de
Dios” (Ef 3,19). La divina Escritura se esfuerza en introducirnos a esta
plenitud; y es, pues, en vistas a este fin, con esta intención que la santa
Escritura debe ser estudiada, enseñada y comprendida.

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