El Congreso tiene lugar en un momento en el que la Iglesia se prepara en todo el mundo para celebrar el Año de la Fe, para conmemorar el quincuagésimo aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, un acontecimiento que puso en marcha la más amplia renovación del rito romano que jamás se haya conocido. Basado en un examen profundo de las fuentes de la liturgia, el Concilio promovió la participación plena y activa de los fieles en el sacrificio eucarístico. Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, y a la luz de la experiencia de la Iglesia universal en este periodo, es evidente que los deseos de los Padres Conciliares sobre la renovación litúrgica se han logrado en gran parte, pero es igualmente claro que ha habido muchos malentendidos e irregularidades. La renovación de las formas externas querida por los Padres Conciliares se pensó para que fuera más fácil entrar en la profundidad interior del misterio. Su verdadero propósito era llevar a las personas a un encuentro personal con el Señor, presente en la Eucaristía, y por tanto con el Dios vivo, para que a través de este contacto con el amor de Cristo, pudiera crecer también el amor de sus hermanos y hermanas entre sí. Sin embargo, la revisión de las formas litúrgicas se ha quedado con cierta frecuencia en un nivel externo, y la «participación activa» se ha confundido con la mera actividad externa. Por tanto, queda todavía mucho por hacer en el camino de la renovación litúrgica real. En un mundo que ha cambiado, y cada vez más obsesionado con las cosas materiales, debemos aprender a reconocer de nuevo la presencia misteriosa del Señor resucitado, el único que puede dar amplitud y profundidad a nuestra vida.
La Eucaristía es el culto de toda la Iglesia, pero requiere igualmente el pleno compromiso de cada cristiano en la misión de la Iglesia; implica una llamada a ser pueblo santo de Dios, pero también a la santidad personal; se ha de celebrar con gran alegría y sencillez, pero también tan digna y reverentemente como sea posible; nos invita a arrepentirnos de nuestros pecados, pero también a perdonar a nuestros hermanos y hermanas; nos une en el Espíritu, pero también nos da el mandato del mismo Espíritu de llevar la Buena Nueva de la salvación a otros.
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