Con frecuencia nos quejamos de la contaminación del aire, que en algunos lugares de la ciudad es irrespirable. Es verdad: se requiere el compromiso de todos para hacer que la ciudad esté más limpia. Sin embargo, hay otra contaminación, menos fácil de percibir con los sentidos, pero igualmente peligrosa. Es la contaminación del espíritu; es la que hace nuestros rostros menos sonrientes, más sombríos, la que nos lleva a no saludarnos unos a otros, a no mirarnos a la cara...
La ciudad está hecha de rostros, pero lamentablemente las dinámicas colectivas pueden hacernos perder la percepción de su profundidad. Vemos sólo la superficie de todo. Las personas se convierten en cuerpos, y estos cuerpos pierden su alma, se convierten en cosas, en objetos sin rostro, intercambiables y consumibles.
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