Cuando hablo de oración me refiero a la verdadera, no a
las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad,
no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que
también dice el Apóstol: «Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero
el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). Una
oración así, cuando Dios la otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un
alimento celestial que satura el alma; quien la saborea se enciende en un deseo
eterno del Señor, com
o un fuego ardiente que inflama su corazón.
12.1.24
Homilía del siglo V sobre la oración de autor anónimo
El sumo bien está en la oración, en el diálogo con
Dios... La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora
entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a
Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que,
llorando, llama a su madre; por la oración el alma expone sus propios deseos y
recibe dones mejores que toda la naturaleza invisible. Pues la oración se
presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y pacifica
el alma.
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