Para animar cristianamente el orden temporal —en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad— los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la «política»; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común. Como repetidamente han afirmado los Padres sinodales, todos y cada uno tienen el derecho y el deber de participar en la política, si bien con diversidad y complementariedad de formas, niveles, tareas y responsabilidades. Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública.
Son, en cambio, más que significativas estas palabras del Concilio Vaticano II: «La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan el peso de las correspondientes responsabilidades»[150].
Una política para la persona y para la sociedad encuentra su criterio básico en la consecución del bien común, como bien de todos los hombres y de todo el hombre, correctamente ofrecido y garantizado a la libre y responsable aceptación de las personas, individualmente o asociadas. «La comunidad política —leemos en la Constitución Gaudium et spes— existe precisamente en función de ese bien común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido, y del que deriva su legitimidad primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección»[151].
Además, una política para la persona y para la sociedad encuentra su rumbo constante de camino en la defensa y promoción de la justicia, entendida como «virtud» a la que todos deben ser educados, y como «fuerza» moral que sostiene el empeño por favorecer los derechos y deberes de todos y cada uno, sobre la base de la dignidad personal del ser humano.
En el ejercicio del poder político es fundamental aquel espíritu de servicio, que, unido a la necesaria competencia y eficiencia, es el único capaz de hacer «transparente» o «limpia» la actividad de los hombres políticos, como justamente, además, la gente exige. Esto urge la lucha abierta y la decidida superación de algunas tentaciones, como el recurso a la deslealtad y a la mentira, el despilfarro de la hacienda pública para que redunde en provecho de unos pocos y con intención de crear una masa de gente dependiente, el uso de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener y aumentar el poder a cualquier precio.
Los fieles laicos que trabajan en la política, han de respetar, desde luego, la autonomía de las realidades terrenas rectamente entendida. Tal como leemos en la Constitución Gaudium et spes, «es de suma importancia, sobre todo allí donde existe una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores. La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana»[152]. Al mismo tiempo —y esto se advierte hoy como una urgencia y una responsabilidad— los fieles laicos han de testificar aquellos valores humanos y evangélicos, que están íntimamente relacionados con la misma actividad política; como son la libertad y la justicia, la solidaridad, la dedicación leal y desinteresada al bien de todos, el sencillo estilo de vida, el amor preferencial por los pobres y los últimos. Esto exige que los fieles laicos estén cada vez más animados de una real participación en la vida de la Iglesia e iluminados por su doctrina social. En esto podrán ser acompañados y ayudados por el afecto y la comprensión de la comunidad cristiana y de sus Pastores[153].
La solidaridad es el estilo y el medio para la realización de una política que quiera mirar al verdadero desarrollo humano. Esta reclama la participación activa y responsable de todos en la vida política, desde cada uno de los ciudadanos a los diversos grupos, desde los sindicatos a los partidos. Juntamente, todos y cada uno, somos destinatarios y protagonistas de la política. En este ámbito, como he escrito en la Encíclica Sollicitudo rei socialis, la solidaridad «no es un sentimiento de vaga compasión o de superficial enternecimiento por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos»[154].
La solidaridad política exige hoy un horizonte de actuación que, superando la nación o el bloque de naciones, se configure como continental y mundial.
El fruto de la actividad política solidaria —tan deseado por todos y, sin embargo, siempre tan inmaduro— es la paz. Los fieles laicos no pueden permanecer indiferentes, extraños o perezosos ante todo lo que es negación o puesta en peligro de la paz: violencia y guerra, tortura y terrorismo, campos de concentración, militarización de la política, carrera de armamentos, amenaza nuclear. Al contrario, como discípulos de Jesucristo «Príncipe de la paz» (Is 9, 5) y «Nuestra paz» (Ef 2, 14), los fieles laicos han de asumir la tarea de ser «sembradores de paz» (Mt 5, 9), tanto mediante la conversión del «corazón», como mediante la acción en favor de la verdad, de la libertad, de la justicia y de la caridad, que son los fundamentos irrenunciables de la paz[155].
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