La persona humana tiene una nativa y estructural dimensión social en cuanto que es llamada, desde lo más íntimo de sí, a la comunión con los demás y a la entrega a los demás: «Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos»[144]. Y así, la sociedad, fruto y señal de la sociabilidad del hombre, revela su plena verdad en el ser una comunidad de personas.
Se da así una interdependencia y reciprocidad entre las personas y la sociedad: todo lo que se realiza en favor de la persona es también un servicio prestado a la sociedad, y todo lo que se realiza en favor de la sociedad acaba siendo en beneficio de la persona. Por eso, el trabajo apostólico de los fieles laicos en el orden temporal reviste siempre e inseparablemente el significado del servicio al individuo en su unicidad e irrepetibilidad, y del servicio a todos los hombres.
Ahora bien, la expresión primera y originaria de la dimensión social de la persona es el matrimonio y la familia: «Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio "los hizo hombre y mujer" (Gn 1, 27), y esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión entre personas humanas»[145]. Jesús se ha preocupado de restituir al matrimonio su entera dignidad y a la familia su solidez (cf. Mt 19, 3-9); y San Pablo ha mostrado la profunda relación del matrimonio con el misterio de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5, 22-6, 4; Col 3, 18-21; 1 P 3, 1-7).
El matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos. Es un compromiso que sólo puede llevarse a cabo adecuadamente teniendo la convicción del valor único e insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia.
La familia es la célula fundamental de la sociedad, cuna de la vida y del amor en la que el hombre «nace» y «crece». Se ha de reservar a esta comunidad una solicitud privilegiada, sobre todo cada vez que el egoísmo humano, las campañas antinatalistas, las políticas totalitarias, y también las situaciones de pobreza y de miseria física, cultural y moral, además de la mentalidad hedonista y consumista, hacen cegar las fuentes de la vida, mientras las ideologías y los diversos sistemas, junto a formas de desinterés y desamor, atentan contra la función educativa propia de la familia.
Urge, por tanto, una labor amplia, profunda y sistemática, sostenida no sólo por la cultura sino también por medios económicos e instrumentos legislativos, dirigida a asegurar a la familia su papel de lugar primario de «humanización» de la persona y de la sociedad.
El compromiso apostólico de los fieles laicos con la familia es ante todo el de convencer a la misma familia de su identidad de primer núcleo social de base y de su original papel en la sociedad, para que se convierta cada vez más en protagonista activa y responsable del propio crecimiento y de la propia participación en la vida social. De este modo, la familia podrá y deberá exigir a todos —comenzando por las autoridades públicas— el respeto a los derechos que, salvando la familia, salvan la misma sociedad.
Todo lo que está escrito en la Exhortación Familiaris consortio sobre la participación de la familia en el desarrollo de la sociedad [146] y todo lo que la Santa Sede, a invitación del Sínodo de los Obispos de 1980, ha formulado con la «Carta de los Derechos de la Familia», representa un programa operativo, completo y orgánico para todos aquellos fieles laicos que, por distintos motivos, están implicados en la promoción de los valores y exigencias de la familia; un programa cuya ejecución ha de urgirse con tanto mayor sentido de oportunidad y decisión, cuanto más graves se hacen las amenazas a la estabilidad y fecundidad de la familia, y cuanto más presiona y más sistemático se hace el intento de marginar la familia y de quitar importancia a su peso social.
Como demuestra la experiencia, la civilización y la cohesión de los pueblos depende sobre todo de la calidad humana de sus familias. Por eso, el compromiso apostólico orientado en favor de la familia adquiere un incomparable valor social. Por su parte, la Iglesia está profundamente convencida de ello, sabiendo perfectamente que «el futuro de la humanidad pasa a través de la familia»[147].
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