El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio o en los servicios es muy superior a los restantes elementos de la vida económico, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos.
Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobre eminente laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común.
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