La vocación es un don divino que Dios
ha preparado desde la eternidad. Por eso, cuando el Señor se le manifestó en
Damasco, Pablo no pidió consejo «a la carne y a la sangre», no consultó
a ningún hombre, porque tenía la seguridad de que Dios mismo le había
llamado. No atendió a los consejos de la prudencia carnal, sino que
fue plenamente generoso con el Señor. Su entrega fue inmediata, total y sin
condiciones. Los Apóstoles, cuando escucharon la invitación de Jesús, también
dejaron las redes al instante(Mt 4, 20-22; Mc 1, 18) y, relictis
omnibus, abandonadas todas las cosas(Lc 5, 11),
se fueron tras el Maestro. Saulo, antiguo perseguidor de los cristianos, sigue
ahora al Señor con toda prontitud.
Todos nosotros hemos recibido, de
diversos modos, una llamada concreta para servir al Señor. Y a lo largo de la
vida nos llegan nuevas invitaciones a seguirle en nuestras propias
circunstancias, y es preciso ser generosos con el Señor en cada nuevo
encuentro. Hemos de saber preguntar a Jesús en la intimidad de la oración, como
San Pablo: ¿qué he de hacer, Señor?, ¿qué quieres que deje por Ti?, ¿en qué
deseas que mejore? En este momento de mi vida, ¿qué puedo hacer por Ti?
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