Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo».
Este patrocinio debe ser invocado y todavía es necesario a la Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos «países y naciones, en los que —como he escrito en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Christifideles laici— la religión y la vida cristiana fueron florecientes y» que «están ahora sometidos a dura prueba».
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