Los primeros cristianos vencieron muchos obstáculos con su empeño y con su amor a Cristo, y nos señalaron el camino: su firmeza en la doctrina del Señor pudo más que la atmósfera materialista, y frecuentemente hostil, que los circundaba. Metidos en la entraña misma de aquella sociedad, no buscaron en el aislamiento el remedio a un posible contagio y su propia supervivencia. Estaban plenamente convencidos de ser levadura de Dios, y su callada pero eficaz acción acabó por transformar aquella masa informe. “Supieron, sobre todo, estar serenamente presentes en el mundo, no despreciar sus valores ni desdeñar las realidades terrenas. Y esta presencia -"ya llenamos el mundo y todas vuestras cosas", proclamaba Tertuliano-, presencia extendida a todos los ambientes, interesada por todas las realidades honestas y valiosas, llegó a penetrarlas de un espíritu nuevo” (J. ORLANDIS, La vocación del hombre de hoy, Rialp, Madrid 1973, 3ª ed., p. 48).
El cristiano, con la ayuda de Dios, procurará hacer noble y valioso lo vulgar y corriente, convertir cuanto toque, no ya en oro, como en la leyenda del rey Midas, sino en gracia y en gloria. La Iglesia nos recuerda la tarea urgente de estar presentes en medio del mundo, para reconducir a Dios todas las realidades terrenas. Esto sólo será posible si nos mantenemos unidos a Cristo mediante la oración y los sacramentos. Como el sarmiento está unido a la vid, así debemos estar nosotros cada día unidos al Señor.
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